Un pequeño edificio de piedra

Cuando en el mes de enero de 2016 visité Islandia junto a dos amigas francesas, me ocurrió algo de lo que creo que nunca he contado a nadie la parte más importante. Volamos a Reikiavik desde Oslo para pasar allí cuatro días. En nuestro primer paseo por la capital, la recorrimos entera seis veces y decidimos alquilar un coche los días siguientes, visto que no había mucho más que hacer al margen de beber cerveza a precio de Moët Chandon o probar qué se siente con hipotermia. Sin embargo, a la sexta pasada, nos percatamos ­–me percaté yo; como es natural y saludable, no debe de haber nadie en nuestra mitad del continente que se sepa los nombres de los cinco parlamentos nórdicos­ en sus respectivas lenguas– de que un pequeño edificio de piedra de dos plantas que presidía una plazoleta tenía grabada sobre el dintel de la puerta la palabra Alþingi. Era, anuncié, el Parlamento del país.

Como los tres éramos de aquella proyectos de politólogo y politólogas, Naema y Auriane no me creían y me propusieron entrar, a ver si de verdad era lo que yo decía. Aquella casita no daba ni para Ayuntamiento de pedanía leonesa, y se podía rodear caminando en unos tres minutos, pero aun así no me pude resistir. Entramos, y al patidifuso islandés tras el mostrador del registro le conté que veníamos de la Facultad de Políticas de la Universidad de Oslo y que nos encantaría visitar el Parlamento. Levantó el teléfono y mantuvo una larga conversación de la que obviamente no entendimos una sílaba, tras la que nos pidió que volviéramos al día siguiente a primera hora. Le dimos las gracias y nos fuimos.

Al regresar a la mañana siguiente para unirnos al grupo que iba a visitar el Parlamento, nos recibió en el mismo mostrador la secretaria de la Cámara. No había ningún grupo, ni lo iba a haber; nos ofreció una visita de una hora en la que la jefa de los funcionarios –suponemos que no son muchos– nos enseñó a nosotros tres todas las dependencias, nos explicó la historia del Alþingi y el sistema político del país, y terminó invitándonos a pasar a la tribuna de invitados para asistir al Pleno que se celebraba a continuación. Nos había preparado un orden del día en inglés para que al menos pudiéramos saber de qué iban a hablar los 63 diputados, se disculpó por la carencia de traducción simultánea a algún otro idioma, nos dijo que nos podíamos ir cuando deseáramos y se retiró para bajar a su puesto a la derecha de la presidencia, desde donde nos saludó.

El Alþingi en Reikiavik, un día de enero, en sesión.

Sentado en aquella tribuna, todavía en shock por lo que nos acababa de pasar, y sin entender una sola palabra de lo que decían los diputados en encendido debate con el ministro de Hacienda –identificado por su posición en el Hemiciclo y la inestimable ayuda de la web del Gobierno islandés­–, me di cuenta de que era la primera vez en mi vida que presenciaba la sesión parlamentaria que representaba una soberanía nacional. A mis veintitrés años de entonces, después de lustro y medio viendo debates del estado de la Nación, de presupuestos, plenos de Cámaras varias y variopintas, allí estaba yo: escuchando a unos señores y unas señoras sin saber qué decían y dándome cuenta de que en ese salón se tomaban decisiones que cambiaban la vida de la gente. Lo recuerdo como si me hubiera pasado ayer. Y aquí va la exclusiva: ahí, en ese momento, decidí –y digo decidir, no sopesar o imaginar– algo que había resultado obvio para todas las personas con las que hasta entonces había cruzado más de dos palabras. Decidí que yo quería ser una de esas personas.

Nunca se lo he contado a nadie –o no recuerdo haberlo hecho– porque creo que darle esta importancia a ese momento le parecería ridículo a cualquiera que me conociera. Pero es la verdad. Volví a Oslo viendo auroras boreales desde el avión con una certeza que hasta entonces sólo había sido una suposición.

Hoy ha empezado a ojos de la ley –de nadie más, pues llevamos en ella meses– una campaña electoral que sólo me inspira sentimientos negativos. El proceso de conformación de esa Cámara, que no tiene más en común con el Alþingi que el mástil del tejado, ha pasado de ser un período excitante, eléctrico y emocionante que fue en algún momento –prometo que, al menos para mí, lo fue alguna vez– a ser una sucesión de errores, de malas noticias, de disgustos y de frustraciones.

Pero la palabra más certera, y la más dura, es decepción. La política de este país decepciona.

La decepción es el peor sentimiento que puede generarte una persona; por lo menos eso me ocurre a mí. Cuando alguien decepciona, despierta una mezcla de tristeza y apatía, desconfianza y distanciamiento, que es dificilísimo eliminar. Y pienso a menudo que si la política me decepciona a mí –que tengo por creencia más firme el dogma de que es la herramienta que permite mejorar la vida de la gente– no quiero pensar lo que hace con el resto de las personas que carecen de esa fe. La política decepcionante es la más peligrosa porque nadie, nunca, querrá tener nada que ver con ella. Y toda nuestra política es así.

Por eso toda nuestra política tiene que cambiar.

Y sólo hay un forma de cambiarla: creyendo en ella. Hemos dejado de creer en la política porque la percibimos como un circo en el que nadie quiere hacer nada bueno; como un negocio del que unos pocos viven sin tener en cuenta el interés general. Y este no es un discurso antisistema, ni mucho menos. Todo lo contrario: yo sólo quiero que me devuelvan mi sistema.

Ese sistema que te permite formar parte de decisiones que moldean el futuro de una comunidad de propietarios, de un pueblo, de un barrio, de una provincia rural, de una gran ciudad, un país o un continente. Decisiones que se pueden tomar en una dirección u otra, ambas válidas con tal de que tengan como guía la convicción sincera de que son buenas.

Hay que creer que es posible porque si ni siquiera nosotros creemos en nosotros mismos, no podemos esperar que nadie lo haga. Si no somos capaces de creer que otra forma de hacer las cosas es posible, no podemos pretender que lo crea la ciudadanía.

Hay que creer en ella para reivindicar la política como lo que nunca debió dejar de ser. Hay que creer que involucrándose es posible no sé si resolver problemas, pero al menos encontrar las mejores soluciones. Hay que volver a creer que la política puede hacer del mundo un lugar mucho mejor, donde merezca la pena vivir y por el que valga la pena luchar. Hay que volver a creer que hacer política no es ocupar un escaño. Hacer política es dormirse pensando en algo que puede hacer mejor el día siguiente de alguien más.

Es una visión idealista y utópica que se estrella ineludiblemente con el sólido muro de realidad que se erige cada día. Pero no ha habido ningún muro en la historia del ser humano que no se derribara a la enésima embestida. La Arcadia que se encuentra detrás de éste bien merece que nos dejemos la piel en los golpes.

Aquel pequeño edificio de piedra no contenía mucho más que los millones de metros cuadrados que ocupan las Cámaras de nuestro país, sólo una idea sencilla: aquí cabemos todos, y aquí dentro tenemos que mejorar las vidas de todos. Cualquier otra cosa privaría de sentido la propia existencia de ese lugar. Esta campaña electoral no hay quien la salve. Pero cuando termine y empiece de nuevo la película, convendría que empezáramos a pensar en qué tenemos que hacer para que la próxima no sea así. Cada uno de nosotros, en cada una de nuestras casa, en cada uno de nuestros trabajos si tenemos la suerte de tener uno, en cada uno de nuestros grupos. Es cosa de todos. Y si no lo hacemos, estamos perdidos.

Gracia por seguir ahí.

2 comentarios en “Un pequeño edificio de piedra

  1. Buenísimo como siempre, lo mejor de lo que escribes es la claridad y por supuesto tus ideas. Trabajemos para que incluso estas elecciones malditas nos traigan algo de esperanza y España pueda empezar a cambiar ya.

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