Una carrera de seis años como la mía da para muchas horas de clase, y desde luego, para muchas citas de mis profesoras y profesores. Sin embargo, una de las que más recuerdo, que nunca olvido y que me viene a la cabeza con frecuencia, fue aquella en la que mi profesor de Derecho Comunitario –aunque él es titular de Constitucional, claro– nos recordó la complicada naturaleza de lo que estábamos estudiando. Lo hizo diciendo, sencillamente, que al ordenamiento jurídico no se le puede ver paseando por la calle.
No recuerdo nada más de aquella clase, ni siquiera a santo de qué había llegado a esa reflexión tan sencilla y, a simple vista, tan absurda; casi una broma. Simplemente, se me quedó grabada por la crudeza de lo que encerraba. Me produjo, incluso, cierta desazón: cómo puede ser que esto,a lo que yo le doy tanta importancia que dedico mi vida a ello, en realidad, sea algo tan… ¿vago? Me ha hecho pensar mucho a lo largo de los cuatro o cinco años que pueden haber pasado desde entonces.
En el lado opuesto de la idea, según las cifras aportadas por el Congreso de los Diputados ayer, unas 10.000 personas pudieron ver en estos últimos dos días el original de la Constitución de 1978, de cuya ratificación en referéndum se cumplen hoy cuarenta años. El original es el ejemplar que el rey Juan Carlos y los presidentes de las Cortes Generales, del Congreso, del Senado y del Gobierno –este último sólo a efectos de su publicación en el BOE– firmaron en los últimos días de 1978, y que normalmente no se expone, sino que está guardado en el Archivo del Congreso. Hasta el 31 de mayo estará a disposición de todos en una exposición en la Carrera de San Jerónimo número 36, y por tanto, se podrá ver. No paseando por la calle, es cierto, pero ahí está.
Por supuesto, un ojo atento y entrenado puede ver el ordenamiento jurídico con cierta claridad, si sabe dónde y cómo mirar. Unas veces es más sencillo que otras: cualquiera que haya recibido una multa puede afirmar con rotundidad que ha visto de cerca el ordenamiento jurídico –más cerca de lo deseable, seguramente–. La supremacía del derecho europeo, la unidad indisoluble de la nación o la responsabilidad política del Gobierno son conceptos un poco más difíciles de visualizar, pero si uno entrecierra los ojos y dirige la mirada hacia el lugar correcto, se pueden apreciar.
La convivencia democrática de casi cincuenta millones de personas durante cuatro décadas es el mayor de los ejemplos que sí se ven por la calle. Porque todos paseamos. Unas veces con más armonía y concordia, otras con menos afecto por el que camina en dirección contraria. Pero siempre, hasta ahora, con la seguridad de algo que no podíamos ver caminaba con nosotros, fuéramos en la dirección que fuéramos. Con la certeza de que la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, aún difusos y escurridizos, seguían exactamente donde todos los pusimos hace cuarenta años.
Durante mis años en Oslo no era raro el día en el que media docena de personas pasaban por mi cocina compartida o mi habitación –además, me refiero, de los huéspedes habituales que más me soportaron allí–. Uno de aquellos días, una amiga bióloga se acercó curiosa a mi mesa, sorprendida por algo que había visto encima. Era mi ejemplar de trabajo de la Constitución; una edición de bolsillo editada por Tecnos justo después de la reforma de 2011 que compré el primer día de Facultad, ya ajada por el uso, con los cantos de las páginas amarronados e interrumpidos por media docena de marcadores y post-it, y un montón de subrayados, notas y señales. No mide más que una postal o una foto, y desde luego, su grosor no llega al centímetro. Ella la cogió de la mesa y, asombrada, se giró para preguntarme con la mayor de las sorpresas en su cara: «¿esto es la Constitución?».
A mí se me escapó una risa, así que alargué el brazo para cogerla, abrirla y demostrarle que, efectivamente, lo era.
―Está todo aquí, mira ―le dije, enseñándole las páginas de los derechos fundamentales, las libertades, la Corona, el Gobierno, el Tribunal Constitucional―. No hace falta más.
―Pero… ¡yo creía que la Constitución era un tocho enorme que decía… muchas cosas!
―Bueno, aquí dentro caben muchas cosas ―contesté, con la Constitución en la mano y una sonrisa de oreja a oreja―. Cabemos tú y yo, de momento.
Yo acababa de escribir un post sobre Ciudadanos y las elecciones catalanas de aquel año; ella era votante declarada de la CUP. Al final del curso, antes de despedir el año allí en mi cocina de Oslo, entre todos me regalaron por mi cumpleaños un estuche de coleccionista con las siete constituciones españolas encuadernadas y un vídeo en el que todos hablaban; ella no pudo menos que recordarme «observando y disfrutando la Constitución Española, cuento para niños» (alguien, por cierto, el apartado Jaime en una palabra, dijo… Constitución).
Que todos seamos capaces de involucrarnos con un proyecto colectivo es la mayor victoria. Hasta hace pocos días, España ha sabido convivir con múltiples opciones políticas de los más diversos signos, y ha luchado con éxito contra quienes con las armas, la violencia o el delito han intentado, con medios de todo tipo, acabar con esa convivencia. Hemos sabido compartir el espacio público con muchísimas opiniones diferentes. Algunas radicales, otras moderadas, pero todas ellas con unos ideales legítimos y un proyecto de país que buscaba, en esencia, avanzar.
Avanzar en diferentes direcciones, por muy diferentes caminos, pero avanzar. El progreso de una sociedad es el único motor por el que cada día todos los que la componemos podemos querer seguir haciendo lo que hacemos. Avanzar también en libertades, que una vez se conquistan son fáciles de disfrutar, pero que cuesta tantos años, y tantos siglos, alcanzar. Avanzar en nuestra capacidad de tolerar, de compartir, de vivir con todos aquellos que quieran vivir con nosotros. España en cuarenta años ha sabido demostrar un progreso que muchísimas otras naciones no han logrado en siglos. Las ciudadanas y los ciudadanos de este país, una vez hemos sido libres e iguales bajo una Constitución democrática, hemos demostrado una y otra vez, en los momentos más difíciles, que juntos nuestra capacidad para avanzar y afrontar el futuro no conoce límites.
Este cuarenta aniversario de aquella victoria frente a la tiranía, la opresión, la discordia y la lucha fratricida no puede, o no debe, verse empañado por la triste realidad que supone la entrada en un Parlamento de un partido que, constitucional, legal y por tanto democrático, pretende destruir una parte de lo que hemos conseguido. Pretende retroceder, pretende retirar derechos a quienes los hemos adquirido, pretende levantar barreras y derribar puentes. Pretende imponer ideas que nadie nunca debería volver a imponer. Detrás de un disfraz que ya es viejo, pero que sigue funcionando. Prometiendo orden y fuerza donde no existe anarquía ni enfrentamiento, simplemente nos hace retroceder.
La grandeza de una democracia constitucional es que dentro también caben esas ideas. Nuestra grandeza sólo llegará si logramos demostrar que esas ideas no servirán para traer más que sufrimiento, discordia y miseria a un país que dejó todas esas cosas atrás.
La historia se gana cada día. Cada día que ganamos en convivencia democrática, constitucional, es una victoria. Y en ese camino pasaremos a la historia no por ganar, sino porque nunca perdimos.
Felicidades, y gracias por seguir ahí.
