La muerte el mes pasado de Manuel Marín, Presidente del Congreso de los Diputados y uno de los máximos valedores de la política europea de España, ha permitido a la hemeroteca recuperar un vídeo en el que se le escucha afirmar que la integración en Europa fue uno de esos momentos «raros, raros, raros» en los que el pueblo español tuvo un proyecto sólido, un proyecto de país en el que creer, y una satisfacción común al verlo realizado.
El otro gran logro que hemos conseguido es, sin duda, la Constitución de 1978 que cumple el próximo diciembre 40 años. Una Constitución que permitió «enterrar en el Valle de los Caídos el rumbo dictatorial del siglo XX», como escribió Eduardo Mendoza, y que ha garantizado desde entonces que los españoles vivamos en un régimen de libertades que, por mucho que lo despreciemos, y por mucho que algunos hayan intentado acabar con él, ha sido modelo en todo el mundo.
La Constitución, como toda obra humana, es imperfecta. Es errónea, de hecho, e inexacta, además de vaga y ambigua. Imperfecta, porque se puede mejorar. Errónea, en artículos como el 32 o el 57; e inexacta, como en el 99. Vaga, como en el 2, y ambigua, como en el 155. Es muchas cosas malas, pero sólo porque tiene una única cosa buena: se hizo entre todos.
Al final, el legado de una generación a otra es eso: lo mejor que se pudo hacer. El otro día, en la presentación de El muro invisible, los autores de Politikon, preguntados por Pepa Bueno, explicaban que esta obra –subtitulada «Las dificultades de ser joven en España»– no es revanchista. Como yo en mi respuesta a aquél polémico artículo sobre los millennials de Antonio Navalón, razonaron que no es que las clases dirigentes que han gobernado los últimos treinta años se hayan confabulado para ponernos difícil el camino a los que llegamos. Eso no tendría sentido. No lo tiene tampoco pensar que hubo malas intenciones al redactar la Constitución, o deseos de que fuera algún tipo de candado o cerrojo. Simplemente, se hizo lo que se pudo.
Antes de juzgar tan a la ligera lo que se hizo en 1978, habría que leer los Diarios de Sesiones de la Comisión Constitucional. Seguir los debates en los que participaron la derecha y la izquierda, el centro y los extremos. Llama la atención la cantidad de veces que aparecen en esos Diarios frases como «aceptamos la enmienda del grupo tal» o «retiramos la enmienda al artículo cual». Todos los artículos que están tienen uno o varios porqués, y los muchísimos que no están también los tienen. Ninguno se quedó sin tocar en las tres o cuatro versiones de anteproyecto. No es fácil hacer una Constitución. Y no es fácil, desde luego, hacerla entre ex ministros franquistas, comunistas exiliados, nacionalistas, progresistas, monárquicos y republicanos, centralistas y federalistas, y algún que otro indeterminado de difícil clasificación. Aun así, ahí la tienen: se hizo. Bastante rápido, y bastante bien, y mejor que muchas.
Con sus fallos, insisto, que hay que reconocer y que, de hecho, cualquier constitucionalista honesto puede señalar. No es ninguna tragedia; para interpretar la Constitución está el Tribunal Constitucional, que durante estos años ha sabido, con mayor o menor acierto ―también son humanos, supongo―, leer la Norma Fundamental al albur de la sociedad en la que se encuentra. Y así, donde la Constitución dice que «el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio», el TC interpretó que «todos» tenemos derecho a contraer matrimonio con quien queramos. Donde el artículo 99 no preveía qué pasaba cuando el candidato no quería ir a la investidura, el Rey improvisó y salió bien. Donde el artículo 155 era vago en las medidas a adoptar, el Gobierno y el Senado encontraron el procedimiento para aplicarlo. Con aciertos y errores, sin duda. Pero funciona.
La mayoría de estos problemas institucionales se detectan con la experiencia, son imposibles de prever o, directamente, surgen porque las circunstancias cambian. Pregunten a los polacos: en 1991 se les olvidó incluir en la Constitución la barrera electoral de porcentajes de los votos, y como consecuencia, en su primer Congreso entraron nada menos que veintinueve partidos diferentes, los más pequeños con 1 escaño y menos del 0.0% de las papeletas, y entre ellos algunos tan surrealistas como el Partido de los Amantes de la Cerveza ―con nada menos que 16 escaños y después escindido, como es natural, en dos facciones, de cañas y de pintas―. Aquello fue ingobernable y en las elecciones de 1993 se estableció un umbral del 5% de los votos que redujo el número de partidos a siete. Todos hicieron como que aquel caos de Legislatura nunca había ocurrido, y la política polaca, con sus más y sus menos, siguió su curso.
Nuestra Constitución, sin fallos tan garrafales como aquel, necesita una actualización. Yo lo he escrito muchas veces. Es necesario, sobre todo, cerrar el modelo territorial, que quedó abierto en 1978. También he escrito que España es un país federal en todo menos en el nombre, y es ridículo tanto negar esa obviedad, como fingir que con culminar el bautizo y poner la etiqueta se van a solucionar los problemas. Hay que repensar, además del modelo competencial, en el modo de definir los territorios que forman España. Y, de paso, reformar aquellos errores que, como los que antes señalaban, han surgido de la práctica o del paso del tiempo, como la sucesión a la Corona o algunos procedimientos institucionales como la investidura.
El problema, por supuesto, es que hace mucho tiempo que dejaron de oírse en el Congreso frases como «aceptamos la enmienda» o «retiramos nuestra propuesta en favor de otra mejor», y sin las cuales ya es poco deseable que se aprueben leyes, como para que se apruebe una Constitución.
Para reformar la ley de leyes hay que tener claro qué se quiere reformar, pero sobre todo para qué. Hay que decidir lo que queremos, pues es la única manera de saber qué hay que reformar. Es aquí donde coincido con los tres padres de la Constitución que quedan vivos y que ayer pasaron por el Congreso ―los tres, por cierto, conviene recordarlo, del mismo espectro ideológico―.
Otra cosa es que la reforma constitucional sea, que lo es, una posible solución a la crisis de Estado en Cataluña, lo que la hace necesaria en sí misma. Pero no corramos el riesgo de iniciar ese proceso sin los consensos necesarios. Porque tarde o temprano se lograrán; pero una reforma fracasada es mucho peor, porque demuestra incapacidad política y da la sensación de una sociedad que no sabe lo que quiere. Los líderes políticos deben encontrar la manera de acordar una reforma, como lo hicieron los constituyentes hace 40 años. Y si no son capaces de hacerlo, desde luego, no habrá que cambiar de Constitución, sino de líderes.
Gracias por seguir ahí.
Supongo que los políticos de cualquier signo tendrán claro que la Constitución debe cambiarse, teniendo antes la idea de QUÉ y PARA QUÉ. Me pregunto si el objetivo de todos ellos es, el de cambiarlo para que responda a los nuevos tiempos, siempre que mantenga «la esencia» y el espíritu del 1978. Me temo que un consenso entre los políticos será imposible.
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