Crónica de nuestro fracaso, prólogo de nuestro éxito

I

Esto no es una entrada, sino una mezcla de disculpa, de sentimientos, de esperanza y de ilusión. Y sólo cabe hoy. Es por eso que la publico, y pido perdón y paciencia. Es muy larga, pero no le sobran palabras, lo prometo. Hacen falta muchas.

He repetido muchas veces por qué el 1 de octubre no vale. Es una trampa, una descomunal en la escala de trampas que empieza en coger más billetes de los que te tocan en el Monopoly o sumar mal a propósito jugando a la escoba, pero una trampa al fin y al cabo. Una trampa que se ha hecho a través de trampas y que se pretende culminar con la mayor de las trampas: la de sustituir la voluntad democrática de la mayoría de ciudadanos por la voluntad de una minoría con poder para imponer sus deseos.

Nadie puede explicar más ni mejor todo esto, que todo el mundo sabe ya aunque no todo el mundo vaya a reconocerlo. Pase lo que pase mañana, todos sabemos qué es y qué no es. Qué significa y qué no puede significar. Una vez llegados a este punto, poco sentido tiene ya repetirlo. Llueve sobre mojado.

El paso obligado ahora es rectificar. Normalmente, es el más difícil. Casi nunca nadie rectifica a gusto: rectificar es reconocer un error y tratar de remediarlo, y para eso son necesarias dos cosas. La primera, la conciencia del error. Y la segunda, la capacidad de actuar de manera diferente.

El fracaso de todos tiene muchas caras. El «a por ellos» –en realidad, es ese «ellos» diferenciado del «nosotros»– es una. Los niños encerrados en los colegios como escudos humanos es otra. Banderas franquistas en las ventanas de Madrid es una de las peores. La más visible, sin embargo, es la evidencia de que ha llegado el momento del referéndum en el que Cataluña decida si se independiza o no. No hablo de el que se celebrará mañana, que es una ficción ilegal, sino el que debe celebrarse tarde o temprano, este sí, con garantías, con censo, con urnas de verdad, y con todas las consecuencias. España se ha pasado ya todas las salidas de la autopista que conduce a ese referéndum de independencia, y de eso todos somos responsables. Como de todo lo demás en este sistema tan imperfecto que llamamos democracia.

No seamos cínicos. Llegados a este punto –al que jamás debimos llegar–, ¿alguien duda de que sólo se puede salir de él con un voto de verdad en el que se decida la cuestión? La sociedad catalana ha sido brutalmente partida en dos mitades cuyos líderes se han empeñado en hacer no sólo incompatibles, sino enemigas.

Tras la espiral de violencia verbal, política, jurídica y social –la única violencia, que, por suerte, aún no se ha utilizado ha sido la física– es necesaria una inmensa paz que solo se puede construir entre todos. Y todas las partes tienen no sólo el deber, sino la responsabilidad de abandonar todas esas formas de coacción sobre la otra que hasta ayer fueron la única vía de comunicación entre ellas. Del mismo modo que el independentismo debe abandonar sus formas del todo vale, y del fin como justificación de cualquier medio, el Estado debe entender que sus años de pasividad han provocado una situación en la que el manual de instrucciones ya no nos sirve.

Hay que partir de la base de que, dadas dos situaciones diferentes, aplicar la misma solución a ambas es arriesgarse a que algo salga mal. La Constitución de 1978, cuya vigencia es plena y cuya legitimidad no es un objeto de debate, sirvió para encauzar las aspiraciones de Cataluña en 1978 y durante la mayor parte de los últimos 40 años. Esta afirmación no es temeraria: nunca hasta estos últimos años había ganado, ni mucho menos, ninguna mayoría claramente independentista. Sin embargo, los dos últimos Presidentes del Gobierno han fallado estrepitosamente –aunque no al mismo nivel– en su política hacia Cataluña, y la consecuencia de esos errores es que la situación que ahora existe desborda lo que la Constitución prevé.

Es necesario asumir esta base, que parece de sentido común, pero que nadie afirma con la rotundidad necesaria. La situación ya no es la misma, por múltiples factores, pero ya no es la misma; y por tanto, aplicar las soluciones –la solución– que sirvió en 1978 no tiene ninguna garantía de éxito. El hecho de que el presidente Zapatero prometiera en 2005 aprobar cualquier Proyecto de Estatuto de Cataluña que aprobara un Parlament con mayoría tripartita de PSC, ERC e IU fue una temeridad. En primer lugar, porque un Presidente del Gobierno no puede comprometerse a apoyar una Ley  antes de conocer su contenido; y en segundo lugar, porque si la Constitución estableció que los Estatutos de Autonomía los aprobaban en última instancia las Cortes Generales, y no los parlamentos autonómicos, sería por algo. Pretender quitarle al Congreso un ápice de su legitimidad insinuando que la del Parlament era mayor fue un error que un Presidente no puede cometer. Una promesa imposible de cumplir que generó expectativas que se vieron traicionadas. Mal cóctel.

Por su parte, el Presidente Rajoy, seguramente el máximo culpable de todo esto junto con los independentistas, tiene en su haber uno de los actos políticos más absurdos y chapuceros de la Historia de España: la recogida de firmas contra una Ley que, todos lo sabíamos, iba a ser revisada por el Tribunal Constitucional –y él lo sabía el primero, pues él interpuso el recurso–. La Plataforma Anti Desahucios, la Cruz Roja o ACNUR recogen firmas para lograr sus objetivos. El primer partido de la Oposición lo que tenía que hacer es política. En lugar de eso, regaló al independentismo una buena parte de sus dosis de victimismo. Una vez en el Gobierno, Rajoy, firme en la desidia que constituye su modo de vida, dejó que el problema catalán se resolviera sólo, lo cual es una actitud propia de un estudiante vago, pero no de alguien que se presentó voluntario para tomar decisiones. Y no es una desidia accidental, sino una dolosa y culpable: porque pocas cosas dan más rédito electoral al PP que agitar la bandera nacional frente a un enemigo, cualquiera que sea. En definitiva, Rajoy dejó que ERC, que es lo mismo hoy que hace veinte años, continuara imparable su ascenso hacia la mayoría; despreció a CiU en el Congreso durante los años de la mayoría absoluta –hasta el punto de que al moderado Durán no le quedó otra que irse a casa– sin advertir que era su mejor potencial alianza en Cataluña una vez purgara sus casos de corrupción; adoptó políticas tan innecesarias como provocadoras, como las incluidas en la LOMCE, para mantener viva la hoguera; ignoró todas las señales de peligro en colegios, en televisiones públicas, en instituciones; incentivó la política del «ellos» y el «nosotros» que ahora brota en las calles con gritos de a por ellos; y permitió uno tras otro los desmanes del Gobierno de Mas, pagando con el dinero de todos los rescates mensuales de una Cataluña en bancarrota que seguía celebrando elecciones autonómicas como si fueran gratis.

Y así, llegamos a este 1 de octubre, en el que el tan anunciado choque de trenes amenaza con llevarse por delante muchas cosas. ¿Alguien esperaba que después de todo esto la situación se resolviera con las soluciones de siempre? La respuesta es, y tiene que ser, un rotundo no.

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II

Mientras los errores se sucedían en Madrid, nadie entendía lo que pasaba en Cataluña. Así, año tras año, los mensajes calan. Especialmente si hay una crisis galopante que impide que la gente tenga lo único que, al final, le importa de verdad. Rajoy puede haber sacado al país de la depresión, pero nunca nos ha explicado para qué. Nunca nos ha explicado para qué queremos el crecimiento del PIB, o el abaratamiento de la deuda, o el multimillonario rescate bancario, más allá del frío razonamiento de que hay que cuadrar las cuentas –cuadrar las cuentas, ¿para qué?–. Nunca nos ha dicho qué quiere hacer con veinte millones de empleos, otra promesa que nunca cumplirá. ¿Quiere pagar más pensiones, quizás cambiar hasta los cimientos el obsoleto sistema educativo, o por el contrario convertir a España en una potencia investigadora? ¿Quizás un ambicioso plan de reforma energética para aprovechar los millones de horas de sol que tenemos? ¿Un cambio radical del modelo productivo, para lo que siempre hace falta respaldo del Estado? No lo ha hecho porque carece de un proyecto de país en el que alguien pueda pensar «yo tengo un sitio ahí», «yo quiero llegar a eso».

Frente a la nada, es muy fácil ofrecer una tierra prometida. La independencia se convirtió así en un fin en sí mismo, porque bastaba frente a la nada dominante. Si no hay otra cosa, la independencia parece una meta más que razonable hacia la que orientar los esfuerzos. Porque nadie rema igual en pleno mar abierto, con la inevitable incertidumbre que provoca no poder siquiera atisbar el destino, que una vez se ha gritado el tierra a la vista.

La independencia es esta tierra a la vista que ha sido anunciada por heraldos con escasa convicción, pero muy interesados en evitar su destino: la cárcel por corrupción, la inhabilitación por abuso de poder, o lo peor, el juicio político ciudadano de haber fracasado en su gestión. Cuando la independencia se convierte en Ítaca, los barcos que se queman en la travesía no interesan a nadie. La gestión de los asuntos públicos de segunda poco o nada importa, y las elecciones «plebiscitarias» se suceden ya desde 2010 sin que durante todos estos años nadie haya juzgado realmente a los gobernantes de Cataluña. Nadie ha rendido cuentas por la utilización del sistema educativo para manipular a generaciones de catalanes, por el declive de la sanidad pública catalana o, lo más grave, por la fractura de la sociedad civil.

Los mensajes calan sin obstáculos. Madrid nos desprecia. Madrid nos coarta. Madrid nos roba. Finalmente, Madrid nos reprime. «Ellos» contra «nosotros». Y agitando fantasmas que los españoles, juntos, enterramos hace décadas, el relato es tan fácil de construir que da casi vergüenza intelectual. Un Estado opresor, corrupto, parásito, lleno de vagos que no trabajan, sin futuro ni esperanza. El último, que apague la luz.

Todo esto lleva años pasando y hay que ser o un inconsciente o un imbécil para pensar que las soluciones que sirvieron en 1978 bastan ahora. El primer deber de la política nacional –el Gobierno, pero también la oposición, que ve caer las hojas del calendario sin proponer alternativa alguna más allá de cambios cosméticos que no son soluciones– tras el 1 de octubre es asumir que es por sus errores por los que se ha llegado a esto. Y también asumir que es una situación que requiere de nuevas soluciones.

Sólo así podemos hacer frente al innegable fracaso que, a día de hoy, es la relación del resto de España con una de sus partes integrantes, Cataluña. Un fracaso que, justa o injustamente, debemos asumir todos; pues pocos, muy pocos son los que realmente han remado en dirección a una solución, y menos aun los que les han seguido. Con todo, estamos de acuerdo en que España nunca ha sido sin Cataluña, y sin Cataluña sería otra cosa, pero no España.

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III

Las alternativas son tan amplias como el imaginario político de cada cual. Teniendo en cuenta, una vez más, que la ley y la democracia no son negociables y que ninguna salida puede tomarse haciendo trampas, la evidencia es que al final de cualquier proceso que se quiera poner en marcha estará un voto en el que los ciudadanos de Cataluña decidan su futuro. De modo que parece que la pregunta es cómo llegar hasta ahí.

Paradójicamente, además, hay que adoptar un camino –se supone– que permita que al llegar a ese momento, el resultado sea seguir unidos. Digo que se supone porque buena parte del discurso independentista es «ya nos gustaría no tener que irnos». Hay que buscar un camino, en definitiva, que garantice que el trayecto no haya sido en balde. No es fácil, y depende en buena medida de la capacidad de los líderes que lleven las riendas. Si tenemos que confiar en los actuales, va a ser aún más complicado. Pero la renovación siempre acaba llegando, y la esperanza, como le enseñó Andy Dufresne a Red en Cadena Perpetua, nunca muere.

Si el principal obstáculo al sueño independentista del referéndum es la existencia de una soberanía nacional indivisible que reside en todo el pueblo español –así lo declaramos todos en la Constitución–, parece evidente que es la soberanía nacional la que tendrá que decidir.

¿Por qué no convocar, entonces, un referéndum constitucional? El poder de reforma constitucional es el mayor que se produce en el sistema democrático. El conjunto de los ciudadanos nos convertimos en ese preciso momento en la voluntad nacional, presente y futura mientras no haya otra. Utilicemos esta vía porque es la más legítima, la más cristalina. En un referéndum constitucional, como su nombre indica, se constituye algo. Si una de las partes no desea constituirse en el todo, es su momento para manifestar esa voluntad.

Celebremos un referéndum de reforma constitucional, pues todos sabemos que nunca se podría declarar constituido un Estado si en una parte de él, el ‘no’ es mayoritario. Votemos todos, como la nación que proclama la Constitución, un proyecto renovado y un marco de convivencia actualizado, con mejores y más fuertes garantías de nuestra igualdad como ciudadanos libres.

El problema, claro está, es que en un referéndum constitucional hay que someter a voto una propuesta de reforma de la Constitución. Y eso es precisamente lo que nos falta. Si durante 314 días los cuatro partidos nacionales fueron incapaces de formar un Gobierno, muy complicado parece que sean capaces de acordar una renovación de la Constitución que nos convenza a todos. Pero eso no es una excusa. Es el deber de todos ellos intentarlo, y traernos a los ciudadanos una propuesta de solución, porque para eso les elegimos.

Pero los ciudadanos también tenemos que dar pasos al frente e involucrarnos en ese debate. Hacer valer nuestra condición, en fin, de adultos conscientes y comprometidos. Entender que las ideas de una Constitución son de todos, nos tienen que representar a todos, pues es la única manera de comprometernos con ella.

La Constitución de 1978 es la mejor que hemos hecho en nuestra historia y cuarenta años de progreso lo certifican. No sólo no hay que tirarlo todo, sino que la mayor parte va a seguir vigente porque representa a todos los que componemos este país. Modifiquemos y racionalicemos la división territorial del Estado –¿federalismo? Adelante, lo único federal que falta en la actual Constitución es el nombre–, perfeccionemos el reparto de competencias entre el Gobierno y las Autonomías, o estados. Hagámoslo bien, para que no nos cueste el doble de dinero del necesario. Pero seamos valientes.

La Constitución de 1978 reconoce España como nación compuesta por nacionalidades y regiones. ¿Qué es una nacionalidad, sino la «condición y carácter peculiar de los pueblos y habitantes de una nación», según el diccionario? De nuevo, seamos valientes. Y reconozcamos, como decía antes, lo evidente: reconozcamos a dónde hemos llegado. Si hay nostálgicos de tiempos más unitarios, responsabilicen a quienes han polarizado Cataluña. Si Cataluña quiere definirse como nación, y no como nacionalidad, y es esa palabra la que nos impide avanzar, reconozcamos que Cataluña es una nación dentro de la nación que es España. Se hicieron muchas bromas con la propuesta de la «nación de naciones», pero aún estamos esperando por propuestas mejores. ¿De verdad nos vamos a jugar esa paz que tanto necesitamos por el uso de la palabra nación que el Tribunal Constitucional ya dejó en el Preámbulo del Estatuto de 2006?

Disponer del término nación, tal y como está definido ahora, nos corresponde a todos. Seamos valientes, atrevámonos a definirla de nuevo. Porque es nuestra. La nación que formamos es más nuestra que de nadie y como tal, tenemos no sólo el derecho, sino el deber de definirla. Si reconocemos que nos hemos equivocado hasta ahora, asumamos el error y hagamos algo por solucionarlo.

Con estas ideas se puede construir una reforma de la Constitución en la que entraremos todos. Con otras también. Pero lo importante es construir algo, y construirlo juntos.

Debemos ponernos a escribir una nueva página de la Historia. A algunas generaciones les toca, y es el caso de las que hoy estamos aquí. Pero será una historia que no es ya la crónica de un fracaso. Y aquí hago mías las palabras de un reputado historiador. El tiempo ha pasado, y la Nación que surgía en 1812 de la hermandad política y jurídica de las Coronas peninsulares, unidas frente a la invasión napoleónica, ha dejado de ser el país donde la realidad de las armas nostálgicas derrotaba el sueño de libertad y justicia de don Quijote. Unidos en una sola voz, los padres de la Constitución enterraron hace años en el Valle de los Caídos el rumbo reaccionario y dictatorial del siglo XX, trayendo a España la ilusión de la primavera democrática.

Escribamos esta nueva página de nuestra Historia con la convicción profunda de que de ella forma parte nuestra joven democracia, que compartirá sus capítulos con los primitivos errantes de la Península, los navíos venidos de Oriente y los ejércitos romanos, los reyes y obispos medievales, los conquistadores de las carabelas, los viajes y exploraciones que alumbraron el mundo, el pulso de un Imperio donde jamás se puso el Sol, los políticos liberales y las muchedumbres revolucionarias, los defensores de causas perdidas y los generales, los labradores, los comerciantes, los obreros, las crisis económicas, las derrotas y las victorias, los levantamientos y las infamias, las esperanzas caídas y renacidas, los poetas y novelistas, los artistas y los cronistas. Todos somos hijos de una misma crónica, con sus luces y sombras, pero vasta y gloriosa como pocas, que ha sabido trazar su curso a través de los siglos.

Ejerzamos nuestro deber, y sigamos escribiéndola juntos.

Gracias por seguir ahí.

2 comentarios en “Crónica de nuestro fracaso, prólogo de nuestro éxito

  1. Excelente artículo Jaime, como siempre. Es dífícil añadir algo a lo dicho, pero solo me gustaría detenerme en una cuestión: desde el siglo XIX, Cataluña siempre ha exigido de España un «trato diferencial». Bien sabes que allí, incluso más que en Navarra, País Vasco o Castilla la Vieja, los carlistas tardaron en dar su brazo a torcer. Paradójicamente, frente a la modernidad más barcelonesa, es un sociedad donde el Antiguo Régimen, sobre todo en las comarcas del interior sigue presente en muchos órdenes de la vida. Y qué decir de la protección al textil catalán, incapaz de competir con el inglés, durante gran parte del XIX. Creo que esto es una reedición de todo aquello. Este país no cerró del todo el «trabajo» que el liberalismo sí hizo en otros países, y que sento las bases para poder avanzar hacia un modelo liberal-democrático (con innegables influencias socialdemócratas) que es lo que tenemos ahora en Europa. Así que el problema de verdad es cómo hacer una reforma constitucional que no quiebre los necesario principios de igualdad y solidaridad entre todos los ciudadanos españoles. Porque la pretensión de la burguesía catalana (no digo la de los pequeño burgueses de ERC ni la de los jetas de la CUP) creo que va a ser, por lo de pronto, consagrar una nueva «excepcionalidad fiscal», ya sabes, «lo mío pa mí», y además bajo el paragüas del Estado español. Al País Vasco le va de perlas. Por eso están callados. Y ay de quien ose cuestionarlo. Enseguida le caera el sanbenito de moda: «facha».

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