Hagan lo que quieran, pero no me mientan

Hace mucho que no escribo, y honestamente tengo que reconocer que es porque no me apetece. Por una serie de motivos que no vienen al caso, últimamente no quiero entrar en el debate político porque, sinceramente, no creo que merezca la pena. Al margen de la proverbial cita de Machado, que cada día es más cierta —«en España, de cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa»—, aportar razones no le importa a casi nadie. Enriquecer —tratar de enriquecer, más bien— el debate no sirve para mucho. Baste con recordar que el señor Presidente dice que no tiene «tiempo para hacer política» porque, atención, está «muy ocupado gobernando», como si hacer política fuera otra cosa muy diferente. 

Pero una cosa es eso, y otra es permanecer pasivo ante mentiras descaradas, lo que en Asturias solemos llamar milongas. Es decir, en esta fase pasivo-agresiva en la que me encuentro, me da igual lo que hagan, pero que no me mientan.

Lo que ha declarado hoy Rafael Hernando —qué maravilloso día será ese en el que esta persona tan molesta se retire de la política— sobre Cataluña y la intervención de la Comunidad mediante el artículo 155 de la Constitución, es una milonga como el Naranjo de Bulnes (para los no iniciados, es un monte, no un árbol). Insisto, a mí ahora mismo me da relativamente igual lo que hagan porque dudo mucho que vayan a solucionar ningún problema. Pero que no se cachondeen de mi. Porque, además, el tema jurídico constitucional me toca la fibra sensible.

Hace una temporada se sacó a colación la excusa de que el artículo 155 no se podía aplicar, porque «no está desarrollado». Eso es otra milonga, porque el artículo no requiere de desarrollo. Los preceptos constitucionales que requieren de legislación complementaria, lo dicen: el 54, el 92, el 107, el 116… No es el caso del 155, que establece un procedimiento y un resultado, y no dice ni que una ley, orgánica o no, tenga que establecer nada, ni que dicho procedimiento tenga que ser ampliado o reducido. El artículo 155 es, además, claro y conciso, no como otros: si una Comunidad no cumple lo que tiene que cumplir —que tampoco es tanto: la Constitución y las leyes, y poco más—, el Gobierno le dirá por escrito a su Presidente, o President, que haga el favor de comportarse —por cierto, eso ya implica un mandato que el Gobierno no ha cumplido de momento, pero dejémoslo—. Si el President no cumple, el Gobierno solicitará al Senado que le autorice por mayoría absoluta a intervenir.

Eso es todo lo que dice el 155, y no se necesita que diga más. El Gobierno puede darle de plazo al Presidente de la Comunidad un año, un mes o un día para que cumpla. Eso es una decisión política que queda en manos del Gobierno y del Senado, que tiene que decidir si ese ultimátum es válido y efectivamente no se ha cumplido antes de autorizar al Ejecutivo a intervenir. Pero el Gobierno decide, libremente, cuánto tiempo pasa desde que llama la atención a la Comunidad Autónoma hasta que pide permiso para intervenir. Y ese tiempo puede ser largo o corto, muy corto; nada en la Constitución lo impide.

Ese es el primer paso, y no hay lentitud alguna en darlo, más que la que le quiera poner el Ejecutivo. Excusas en este sentido no vienen al caso.

Otra cosa es que el Senado, en la tramitación de la autorización, se tome su tiempo. Pero lo que no es de recibo es que los independentistas se cepillen el procedimiento parlamentario para liquidar la Constitución, y el Gobierno decida ser más papista que el Papa y se ponga a seguir todos y cada uno de los trámites parlamentarios, como si de un proyecto de Ley de montes se tratara. Sobre todo porque cuando al PP le ha apetecido y convenido, el rodillo parlamentario ha funcionado con precisión y velocidad admirables.

El artículo 189 del Reglamento del Senado, que a algún Letrado de las Cortes le parecería muy buena idea en su momento, establece un procedimiento cansino por el que la solicitud del Gobierno tiene que pasar por Comisión y ésta deberá llevar a cabo una serie de trámites excesivamente garantistas —entre ellos comunicación con el Presidente en rebeldía; me pregunto en qué momento a alguien le pareció lógico que un Presidente en rebeldía iba a cooperar con una Comisión llamada a decidir básicamente su supensión—. La Comisión emite un dictamen y el Pleno lo aprueba o no.

Esto, por supuesto, es no sólo un procedimiento innecesario, sino prescindible. Si fuera la única opción, por supuesto habría que respetarla. Pero no lo es. Porque, como todo el mundo sabe, el Pleno de las Cámaras, de cualquiera de ellas, puede recabar para sí los asuntos en trámite; así lo dice el artículo 75.2 de la Constitución. Con lo cual, tan pronto como el Gobierno solicitara la intervención, el Pleno del Senado podría revocar la delegación de su competencia en la Comisión, hacerse cargo del asunto y concuirlo. Ese Pleno puede ser extraordinario y su convocatoria, que ¡adivinen! puede pedir el Gobierno, puede hacerse sin plazo: el artículo 70 del Reglamento del Senado no fija ninguno. ¿Queremos ser garantistas? Adelante: un Pleno para recabar el asunto de la Comisión y otro Pleno para debatirlo y votarlo. Se puede hacer en 48 horas, 72 a lo sumo. Especialmente si tenemos en cuenta que el Gobierno tiene mayoría absoluta en el Senado. Y si tenemos en cuenta las circunstancias, que justifican este proceder. Y por cierto, en agosto sólo se funciona vía Comisión Permanente; mejor me lo ponen.

Si no se aplica el artículo 155 en un plazo generoso de cinco días, como acabo de describir, no es porque no se pueda; es porque no se quiere. Todo lo demás es una milonga, un cuento chino, una película, pero no la realidad. Que hagan lo que quieran, insisto; pero que no me mientan.

Un último apunte. Si el Gobierno no se plantea el uso del 155, desde mi punto de vista sólo le queda el 116, es decir, declarar el estado de excepción en Cataluña. Ello significa suspender derechos fundamentales y nombrar una «autoridad gubernativa», presumiblemente militar. Necesita mayoría simple del Congreso, y dudo que la tenga; y el Congreso, no el Gobierno, decide los términos. No creo que sea una opción factible, por ningún punto. El estado de alarma, que declara libremente el Gobierno, no sirve, porque sólo está para catástrofes o para desabastecimiento o interrupción de servicios públicos, como la huelga de los controladores de 2010; y el de sitio es excesivo (para interesados en el tema, mi Trabajo Fin de Grado(s)).

La segunda opción al margen del 155, por supuesto, es no hacer nada. Que será lo que pase otra vez. Porque adivinen: todo esto ya lo escribí yo el 10 de noviembre de 2014. ¿Cómo me va a apetecer escribir? Lean, lean:

Y así, sin conciencia, sin honor y sin atisbo de arrepentimiento, impasible el ademán e impertérrito el semblante, aparecerá mañana o pasado Mariano Rajoy, quitando importancia a unos problemas que le costarán el cargo antes o después y rodeado de personas tan o más incompetentes que él, dispuestas a traicionar todos los principios que alguna vez defendieron con tal de seguir contando con una bula papal en forma de Ministerio, Secretaría de Estado o miserable concejalía. Los españoles, mientras tanto, con la mirada fija en el icono azul esperando una respuesta, pierden la paciencia.

Al final, no fue mañana, sino pasado: tardó tres días en comparecer. Pero en lo demás, todo igual.

Gracias por seguir ahí.

Fe de erratas. En la primera versión de este artículo cometí el error —imperdonable— de escribir Antonio Hernando cuando, evidentemente, me refería a Rafael Hernando. Mis disculpas al ex portavoz socialista y mi agradecimiento a Miguel Ángel Villalobos, por salvarme otro error más.

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