Estimado señor, estimada señora.
No sé quién es usted, porque a estas alturas, no estoy en condiciones de saber a quién escribir. O a quién gritar, según como se mire. Y por ello me disculpo. También por la longitud de mis palabras, pero es que la mala leche combustiona muy bien.
Pero, verá, sólo el no saber a quién tengo que escribir ya es significativo. Estoy a punto de terminar las carreras de Derecho y Ciencias Políticas, y no tengo ni idea de cuántos de mis casi 24 años llevo dedicados a la política, que me apasiona. Yo ya he dado un mitin, ya he roto un carné, ya he firmado otro, y ya me he ido del país. Sí, aunque el destino es caprichoso y ha querido que precisamente esta misma mañana me haya comprado el billete de vuelta, yo salí de España hace casi dos años como estudiante Erasmus y luego me negué a irme de Noruega. Y aquí sigo. Desde aquí le escribo. Lo mismo anulo el billete…
Es significativo que yo no sepa a quién escribir porque si no lo sé yo, humildemente, no creo que lo sepa mucha gente. Y además tengo un problema, porque no hace ni dos semanas que ‘abronqué’ a mis escasos lectores por no llenar los correos y abrasar los números para pedir responsabilidades políticas a sus representantes por la corrupción. Hoy me encuentro escribiéndole a usted, sin saber quién es, porque estamos a punto de llegar al límite.
A usted le ha elegido alguien. Lo mismo le he elegido yo, pero eso es lo de menos. Usted ha tenido votos, es decir, ha habido gente, personas, con historia, con problemas, que ha creído que usted, o al menos el partido (el grupo de personas) que usted representa, podría solucionar algo. Usted, sea quien sea, tenga usted las siglas que tenga si tiene alguna, ha sido objeto de confianza –lo que es o debería ser sagrado–. Ha sido el elegido o la elegida por muchas personas con sueños y con ilusiones, con proyectos, que han confiado en que usted colabore con esos sueños y esas esperanzas en este invierno de pesadilla y desesperanza que dura ya una década y al que en lugar de invierno hemos querido llamar crisis. Como mínimo, han creído que usted o su partido eran los menos nocivos. Ya es algo.
Por todo eso le escribo. Usted, lógicamente, es otra persona, que tendrá sueños, que tendrá problemas, que tendrá inquietudes que también deben ser resueltas. Pero es representante de todos, le hayamos elegido o no, y por eso necesito que haga algo por mí. O por nosotros, si quiere usted atribuir a mis palabras un liderazgo que yo, por lo menos, no me atrevo a reclamar.
Quiero que haga algo.
Fíjese, seis largos años estudiando derecho y ciencia política, nueve años escribiendo, catorce o quince devorando periódicos y telediarios, y no puedo decirle qué quiero que haga, porque no lo sé. Sólo le puedo decir que necesito, insisto y subrayo, necesito que haga algo.
Es casi biológico. Llámeme pasional, llámeme joven inquieto, pero me pone enfermo ver que la mayoría, la inmensa mayoría de ustedes, no están haciendo nada. O poco, es decir, no lo suficiente.
Verá, yo quiero hacer carrera política –menuda sorpresa, me dirá alguien con sarcasmo, pero es la primera vez en mucho tiempo que lo pongo por escrito–, es decir, quiero trabajar para otros. El verano pasado, y el anterior, trabajé en un concesionario. Antes de eso, una empresa de intercambio de estudiantes me contrató para tutelar a sus estudiantes internacionales en Madrid. Ese es todo mi pobre expediente laboral. Pero a lo que quiero llegar es a que dediqué todas mis capacidades para enseñarles a aquellos chavales a moverse por la selva complutense. Y me dejé los cuernos, disculpe la expresión, detrás del mostrador del concesionario para vender coches, anunciarlos, llevarlos y traerlos o atender a los clientes. No le voy a engañar, no soy ningún fan de los coches, no me entusiasma ni mucho menos. Pero era mi trabajo y a él me consagré. Igual que los diez años largos que me he pasado representando compañeros en básicamente todos los niveles educativos y órganos varios, desde Consejos de Curso hasta Juntas de Facultad. Era gratis, y desesperante, pero nunca, jamás, en mi vida ningún compañero me ha reprochado que no haya hecho lo que me habían elegido para hacer, como ninguno de mis jefes se ha quejado de mi desempeño –a mis compañeros, mis representados, los considero mis jefes–. No soy perfecto, ni mucho menos: le entregué a una chica un Nissan Micra con el depósito más seco que un ladrillo y tuvo que aparecer mi jefe para darse cuenta de lo que fallaba. Casi se me caen las orejas al suelo del sonrojo, sí, pero puedo decir que no me quedó nada por intentar en mi empeño por arrancar aquel dichoso coche.
No les veo a ustedes sonrojados, pero es que tampoco les he visto intentando desesperadamente arrancarnos a todos esta sensación de impotencia que tenemos.
No sé si ha abierto usted hoy o ayer algún periódico. Me imagino que sí, porque es parte de su trabajo y, en buena fe, voy a asumir que si usted está leyendo esto, es porque lo hace bien.
Si lo ha hecho, ha leído algo de lo que ponen, y a continuación no ha hecho usted nada, quizás tenga que dejar usted de leer, porque lo siguiente no le va a gustar.
En las últimas 48 horas, los españoles, y más concretamente los madrileños –yo soy asturiano, que tampoco estamos para celebraciones, pero he vivido y votado en Madrid y allí vive la mitad de mi familia–, hemos tenido que aguantar uno de los mayores torrentes de lodo que se recuerdan. Usted, y yo, podremos acordarnos del octubre negro. Aquel mes de 2015 en el que no quedó un solo día del calendario en el que no se destapara un escándalo de corrupción. La mayoría de la gente ya no se acuerda. Lo de estos dos días lo supera todo. Entre ayer y anteayer hemos tenido que ver cómo se detenía a un Presidente de Comunidad Autónoma, que tampoco es una cosa que nos tenga que sorprender, porque visto lo visto tampoco vamos a dramatizar. Pero es que después de eso hemos tenido que escuchar que ese señor quería que el Fiscal jefe anticorrupción –analice esas palabras una por una, por favor, y de paso le comento: en Noruega ni siquiera tienen de esto– fuera quien es, que ese fiscal ha intentado sabotear la investigación y que, para colmo de todos los colmos, una señora que ha nombrado a casi todos los que han sido detenidos se ha puesto a llorar en la puerta del juzgado por lo fuerte que le parece todo esto. Que podrá ser verdad o no, pero si lo es, lo mejor que puede hacer es irse para no volver jamás, porque durante quince años falló estrepitosamente al elegir sus colaboradores. Todo eso en el mejor de los casos.
Hemos visto a la Guardia Civil entrando en una docena de empresas enormes, buques insignia de nuestro sector empresarial; hemos visto una ingente cantidad de documentación intervenida. Hemos visto periodistas imputados por chantajear a políticos para que se callaran sobre otros políticos–. Hemos visto, en fin, que durante quince años la comunidad de la capital de España, su centro económico y político, ha estado gobernada por una serie de personas que, aunque al fiscal no le guste, responden a la definición jurídica de organización criminal. Saqueadores, ladrones, corruptos, criminales que se han llevado a espuertas el dinero que pagamos todos –y cuando digo todos digo todos, porque yo, aunque no pague IRPF, pago IVA cada vez que compro uno de esos periódicos que me ponen enfermo, por ejemplo–. Llámelos como quiera; si son sus compañeros, sea amable porque no me cabe duda de que pueden ser bellísimas personas. Pero nos avergüenzan a todos, empezando por usted, y quitan las ganas de seguir preocupándose por un país que a todo el mundo le da igual.
Verá, yo no soy ningún loco peligroso. No me considero un extremista, salvo quizás en el fútbol, pero de nuevo, nadie es perfecto. Sin embargo, todo esto ya no es de recibo.
Haga algo. Y si no lo hace, con todos mis respetos, váyase. Por favor, lárguese, retírese, vuelva a su empleo anterior si tiene la suerte de tenerlo o créese uno en caso contrario –si puede ser, no con el dinero del contribuyente–. Pero váyase y deje sitio a alguien que esté dispuesto a hacerlo. Y si no se va, entonces coja el teléfono y llame a su Presidente o secretario local, o si es usted, llame al regional, o al nacional. Llame a su gestora y ponga el grito en el cielo, llame a su coordinador y dígale que se niega a seguir con esta farsa, y sobre todo, llame a sus colegas y dígales que hagan lo mismo. De paso, cuénteselo a los ciudadanos. Dígales, díganos, que no tolera usted este lodazal impresentable y nauseabundo, que no forma usted de esa organización criminal –que, no se equivoque, no es ningún partido político; la definición de la primera está en el Código Penal y la del segundo, en el artículo 6 de la Constitución– que nos provoca arcadas, además de una peligrosa e irrefrenable gana de abofetear a alguien. Díganos que va a hacer todo lo posible para que esa gente pague por lo que ha hecho y, de paso, que se va a asegurar que en lo que a usted respecta, nunca jamás se va a volver a repetir.
¿Nadie le va a creer? Bastante probable. Pero su trabajo es intentarlo. Y si le parece una obviedad, déjeme que le diga algo. También era una obviedad que Churchill iba a ofrecer sangre, sudor y lágrimas, y aun así lo dijo. Era una obviedad que Lincoln iba a garantizar la supervivencia de la Unión con todo su poder, pero lo dijo igualmente. Era una obviedad que Felipe González iba a cambiar España, pero no dejó de repetirlo. Era una obviedad que Francia no iba a dejarse amedrentar por el terror, pero Hollande lo señaló de todas formas. ¿Le parece una obviedad decir que va a luchar contra la corrupción? Si es cierto, dígalo delante de una cámara. Tampoco espero que se convierta en Lincoln. Sólo quiero escucharlo de la boca de alguien.
Me importa muy poco a qué partido pertenece y qué función cumple en él. Lo que necesito que entienda es que si no hacen nada, no pueden esperar que nadie quiera hacerlo. No puede usted esperar que los problemas se arreglen sin formar parte de las soluciones. Y otra frase para la historia: «las decisiones las toman los que se presentan». Usted se presentó y ganó a otros que no llegaron tan lejos. Decida, haga, actúe. Hágalo ya, ayer mejor que hoy.
Dentro de unos meses o de unos años, quizá relea usted estas palabras. Hay dos opciones. Una, que alguien hiciera algo. Otra, que nadie hiciera nada. En el segundo caso, quizá esté releyendo esto porque España se haya convertido en una falsa democracia gobernada por algún imbécil que con el simple mérito de decir lo que se le pasa por la cabeza ha llegado a gobernar y ha reunido la mayoría suficiente para evitar que cualquier otro imbécil le mueva la silla. Todos diremos que qué escándalo, pero ahí estarán sus millones de votos. ¿Le parece fantasioso? Estoy seguro de que no. No forme parte del problema, no forme parte de toda esa banda de inútiles. Suya, íntegramente suya, es la responsabilidad de que “política” sea sinónimo de “robo”, “político” lo sea de “chorizo” o “Diputado” signifique “vividor caradura”. Y luego vienen los disgustos electorales y los sustos presidenciales.
Por supuesto, las preguntas son obvias. Y me va a permitir que las copie de un artículo que escribí en 2013 –en el que, por cierto, ya aparecía una foto de Nacho–: ¿quién va a limpiar todo el lodo con el que están cubriendo todo lo público? ¿Yo, y otros tantos como yo, cuando sepamos y podamos? Y ¿se puede saber cómo vamos a convencer a los ciudadanos para que confíen en nosotros? ¿Cómo es posible que nos tengamos que ir a enfrentar a una presunción de culpabilidad, que tengamos que ir con nuestra declaración de bienes por delante y una Biblia sobre la que jurar o una Constitución sobre la que prometer por nuestra conciencia y honor que serviremos con fidelidad, como han hecho ellos para después incumplirlo? Ellos, que en virtud de este juramento que todos han hecho, carecen ya de cualquier atisbo de conciencia u honor.
A mi generación no sólo le quedará el deber circunstancial de sacar al país y al mundo de la crisis económica, social, política, medioambiental y humanitaria que nos dejan; por si fuera poco, antes de eso tendremos que luchar contra una espada de Damocles en forma de esta reputación que no merecemos pero que ellos ya han dilapidado para los próximos treinta años. Y si ya aceptamos a regañadientes la primera, no sé hasta qué punto vamos a tolerar la última.
Póngase las pilas, maldita sea. A mí no me quitarán mi vocación, pero están acabando con otra cosa.
No es sólo su futuro. También es el nuestro.
Magnífico. Espero que lo llegue a leer quien lo tendría que leer, pero si no, cada vez tengo más claro que nuestra generación está mucho mejor preparada de lo que muchos piensan.
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Que nuestra generación está mucho mejor preparada de lo que muchos piensan es algo que tengo muy claro. Muchas gracias por el comentario 😉
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Qué te parece si lees lo que escribes y te pones a hacer algo?
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