El respeto a las decisiones de los Tribunales no implica necesariamente compartirlas. De lo contrario –es decir, si de las sentencias no se pudiera discrepar– viviríamos en una dictadura judicial, como describió un teórico político el Estado de Derecho moderno. Evidentemente, no es lo mismo mi discrepancia que la del Ministro de Justicia o la del Rey, en cuyo nombre se administra la Justicia emanada del pueblo. Tampoco es lo mismo, dicho sea de paso, que la del tertuliano de turno que además de no haberse leído una sentencia en su vida, es ingeniero de caminos.
Pero, en general, discrepar de las resoluciones judiciales se ha convertido en un tabú que hace un flaco favor al sistema democrático. Los jueces son servidores públicos, y como tales, están igualmente sometidos al escrutinio de la sociedad a la que sirven. Por supuesto, el respeto al Poder que representan debe ser máximo y por ello, no tienen cabida demostraciones como las que protagoniza el independentismo catalán, llevando a multitudes a las puertas de los Tribunales que juzgan a políticos que admiten abiertamente haber violado la Ley.
Sin embargo, los jueces y magistrados no tienen, o no deberían tener, la piel tan fina como para que la discrepancia jurídica, motivada y razonada, les afecte. Mi respeto por el Tribunal Constitucional no conoce límites y eso no me impide afirmar, con pleno conocimiento, que su Sentencia sobre el Estatuto de Autonomía de Cataluña –la STC 31/2010, sus 140 antecedentes, 147 fundamentos jurídicos, y cinco votos particulares en 500 páginas disponibles en el BOE– fue una soberana chapuza, por poner un ejemplo. Porque me la he leído, y además de saber de lo que habla, entiendo algo de Derecho Constitucional.
La Audiencia Provincial de Palma ha tenido la mala suerte de tener que juzgar un caso abierto a la polémica. Su sentencia, años antes de conocerse, iba a estar sometida a la crítica más descarnada. Cuando esa crítica se hace con respeto y, sobre todo, con un mínimo conocimiento de causa, no es un ataque contra la independencia judicial. Es, cuando menos, un sano ejercicio de checks and balances; de equilibrio democrático.
Es difícil poner en duda la condena de Iñaki Urdangarín, y no seré yo quien lo haga. Es igualmente difícil dudar de la argumentación jurídica que la sustenta: como cualquier otro Tribunal, la Audiencia pondera hasta el extremo las razones jurídicas para retirarle a un hombre su derecho más fundamental, la libertad física. Escasa discusión cabe al respecto, y la misma le corresponde sólo al Tribunal Supremo.
Por desgracia, la Audiencia ha sido cuanto menos negligente en lo que a pedagogía se refiere. Su sentencia es críptica en varios puntos y parece querer decir cosas que no llega nunca a decir. Y su auto, por el que deja en libertad provisional a los acusados, está objetivamente mal fundamentado. Con la frase «D. Ignacio Urdangarin, cuyas particulares circunstancias, sobradamente conocidas, nos eximen de su pormenorizado análisis» desvela cierta desidia a la hora de valorar jurídicamente tales circunstancias.
Que Iñaki Urdangarin, condenado a seis años de prisión, tenga arraigo suficiente como para no fugarse, especialmente cuando ni siquiera se le retira el pasaporte, es algo que la Audiencia debía haber explicado con todo detalle. Despachando la cuestión en línea y media, lo único que consigue es echar gasolina al fuego de la alarma social que existe sobre el caso. Si tiene arraigo por ser el cuñado del Rey, el Tribunal debe decirlo, y eso se convierte en algo jurídicamente relevante. Si el Tribunal no lo dice, no sabemos por qué Urdangarin no va a fugarse ante una perspectiva de seis años y medio de cárcel. Y entonces Urdangarin y yo dejamos de ser iguales ante la Ley.
¿Qué necesidad? Esa es la pregunta que yo me hago. ¿Qué necesidad había de poner al borde del precipicio la imagen de la Justicia y de la Fiscalía, cuando existen fundamentos jurídicos sobrados para decretar, si no prisión, al menos medidas más contundentes? De España se ha fugado un Director de la Guardia Civil, para sorpresa de los que por aquel entonces dirigían el país; la juez Ana María Ferrer, que dictó su retirada del pasaporte, se quedó muy sola con su orden de detención. En aquel momento, sobre Roldán pesaban importantes sospechas, pero ninguna condena.
Que Urdangarin se fugue o no se fugue es un futurible casi aburrido. Que el cuñado del Rey se sustraiga a la acción de la Justicia sería un escándalo, pero sería el último, y no el más grave. Al fin y al cabo, presumiblemente, no contaría con el visto bueno de la Casa Real como sí lo tuvo para sustraer fondos públicos. Pero ¿para qué arriesgar?
La Justicia no es igual para todos, porque Justicia es tratar por igual a los iguales y desigualmente a quienes son desiguales. Pero decisiones mal fundadas y en contra del interés general, y la de Urdangarin sólo es la última de la lista, no contribuyen a que los ciudadanos sigan confiando en un sistema judicial que está diseñado para protegerles de los abusos del poder. En Estados Unidos, ese principio de que la Justicia frena al poder está de plena actualidad. Si en España seguimos socavándolo, el día que lo necesitemos no estará ahí para ayudarnos.
Gracias por seguir ahí.
De lo mejor que te he leído últimamente.
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Digo lo mismo pero añado. Cada cosa que escribes supera a la anterior.
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La justicia no puede ser igual en situaciones distintas: no son comparables los 28 años de Roldán (elevados a 31 por el TS) con los 6 años de Urdangarín. No seré yo la que lo defienda (al menos hasta que me contrate), pero no son situaciones parejas ni por las penas ni por el trasfondo de los delitos. El enorme error que supuso la no entrada en prisión de Roldán que acarreó su huida no tiene por qué respaldar medidas en el asunto Urdangarín. Puede ser que me equivoque y el deportista de élite me sorprenda, pero no se por qué pero intuyo que no va a ser así.
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