La primera vez que tuve que entregar un trabajo de clase en la Universidad de Oslo, hace ya más de un año, el sistema informático me obligó a enfrentarme con un formulario de una sola página –creo que el único tipo de formulario que he rellenado en 18 meses– en el que se me pedía que consignara el título y autor (yo, era de esperar), así como la fecha de entrega. A continuación, un breve párrafo decia, más o menos, que yo, el abajo firmante, por la presente declaraba que el trabajo en cuestión había sido elaborado por el autor atendiendo escrupulosamente a las reglas académicas de citas, referencias y demás fuentes, con una referencia a la «cortesía académica»; y se me ofrecía incluso un espacio para, si procedía, consignar aquellas personas no citadas en el trabajo y que hubieran podido colaborar (compañeros, grupos de trabajo, etc.). Firmado en Oslo a tantos de tantos, y mi rúbrica; debajo de la cual, un párrafo final me informaba, muy amablemente, de que la inexactitud en cualquiera de los extremos contenidos en esa simple y pulcra cara de un folio acarrearía la «suspensión inmediata de mi condición de estudiante» no de la Universidad, sino del sistema universitario noruego; «sin perjuicio de otras sanciones». Nunca en la vida había releído tanto una página como releí aquella. Porque, claro, era la primera vez que veía una cosa semejante.
Mientras mis amigos europeos, sorprendidos –tardaron pocos meses en dejar de sorprenderse con estas cosas–, me explicaban que era una práctica al menos relativamente común en Francia, Alemania o incluso Portugal, yo no podía evitar recordar trabajos, vistos por estos cuatro ojos, sacados de Wikipedia hasta con los hipervínculos puestos (en color negro y sin subrayar, pero ahí estaban, hay que ser cutre); así como algunas serias amenazas de bienintencionados profesores que, por supuesto, jamás nadie se ha tomado en serio porque simplemente no eran realizables.
El diario El País publica hoy en su edición impresa (página 21) un artículo a toda página, titulado «La Universidad española, de espaldas al plagio», en el que airea sin pudor uno de los mayores bochornos de este país. Que, como otros bochornos de su categoría, no le importan a nadie.
Los grandes problemas de España están bastante lejos de resolverse porque nadie, y cuando digo nadie me refiero al grueso de los ciudadanos léase votantes que deciden quién nos gobierna, da un miserable duro por ellos; lo que es elocuente por sí mismo, ya que se supone que desde hace quince años no hay duros. Y uno de esos problemas galopantes es el sistema universitario.
Si el trabajo con los links de Wikipedia que mencionaba antes responde a la definición de «cutre», el proceso de adaptación de las licenciaturas españolas al sistema de grados de Bolonia y su resultado se salen del diccionario. Si la (ausencia de) regeneración es un problema de la política española, o la Universidad es Burkina-Faso o un profesor que dedica dos horas a leer textualmente un manual de Derecho Administrativo fue una alucinación mía. Si un déficit estructural de nuestra sociedad es la total y absoluta renuncia a asumir responsabilidades (politicas, medioambientales, ciudadanas, familiares, da igual), la Universidad va necesitando media docena de rescates porque nadie nunca es responsable ni de lo que pasa ni de lo que deja de pasar. Pero, por descontado, salvo a los que sufrimos las consecuencias de esos hechos, a nadie le cambian la vida, como a nadie le cambia la vida que el rector de una Universidad que pagamos todos haya plagiado, erratas incluidas, decenas de obras.
El rector, como el resto de profesores universitarios, obtiene sexenios por su investigación y publicaciones. Sexenios que conllevan subida salarial y permiten, entre otras cosas, presentarse a rector. Si esos sexenios resultan ser producto de un ilícito (o una chapuza), a nadie sorprendería que el susodicho rector dejara de ser, al menos, rector. No digamos ya profesor, de esos que amenazan a los estudiantes con septiembre si copian, o sea, si plagian. ¿Recuerdan aquel ministro de Defensa alemán, un pretendiente a la Cancillería nada menos, que dejó para siempre de pisar moqueta cuando se publicó que ¡la disertación! de su tesis doctoral se parecía sospechosamente a otra? Bueno, el rector de la Rey Juan Carlos sigue siendo rector. Y hace dos meses que sabemos lo que hizo.
Ni siquiera dejándolo todo a un lado se puede defender que no es tan grave, que ya se verá, o cualquiera de esas cosas que decimos aquí. Si los estudiantes que suspenden por plagiar (que tampoco son tantos como los que plagian porque ¿a quién le importa?) no se enfrentaran a un grave castigo económico traducido en créditos de segunda matricula, más caros, y a una probable pérdida de becas o exenciones, el escandalo no sería tan sangrante, o al menos, parecería que la impunidad es para todos. Si los profesores que sí hacen bien su trabajo no vieran mermada su propia reputación, podríamos contar la mentira de que son «casos individuales». Si todo el país no se viera internacionalmente ridiculizado por el resto de la comunidad cientifica a raíz de que no nos importa hacer las cosas bien, sería otra historia, pero nada de eso es así. Y mientras personas brillantes se dejan la piel, aquí o fuera, estudiando, investigando o, lo más importante, lo más sagrado, enseñando; mientras ellos hacen un trabajo sin el cual no podemos llamarnos sociedad, un domingo abren el periódico y ven que lo que hacen queda a la altura del betún porque a nadie le importa que lo hagan bien.
Y ya va siendo hora de que alguien lo diga. Porque de lo contrario, dentro de cinco o diez años quedarán vacantes aproximadamente la mitad de las cátedras de España, buena parte ocupadas por personas que enseñan como si estuvieran en 1940 y encima no les importa el decadente legado que deja su gestión, amparada como todo lo demás en dos palabras ya vacías de tanto abusar de ellas, «autonomía universitaria». Para entonces no quedará nadie dispuesto a hacerse cargo de ellas, y como con tantas otras cosas, nos preguntaremos unos a otros, patidifusos, atónitos por semejante contingencia, qué hemos podido hacer mal.
Gracias por seguir ahí.
Yo a tí te digo lo mismo. GRACIAS POR SEGUIR AHÍ.
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