Cuando la carrera de Derecho era una cosa seria, se decía aquello de «no hay verano sin Romano». Hoy, que gracias a Bolonia ya no lo es tanto, se sigue diciendo, pero menos; yo pasé un estupendo verano de primero a segundo sin ningún quaestor molestando y con Ticio y Cayo litigando por sus fundos allí donde yo no pudiera verlos. Fue el derecho civil –napoleónico; estudiamos pura actualidad– el que me amargó un par de meses, pero eso es otra historia.
En Derecho Romano, que ciertamente no ha cambiado mucho en los últimos mil setecientos años, existían dos conceptos jurídicos muy relacionados entre sí que hoy se aplican con relativa frecuencia a la política, «y a la vida en general» que diría el señor Presidente: auctoritas y potestas. Junto con la maiestas, la soberanía ejercida por el pueblo romano, eran los tres pilares en los que descansaba el funcionamiento de la República. La auctoritas residía en el Senado: era el poder de decidir las normas, lo que era correcto y lo que no. Por su parte la potestas, el poder de ejecutar lo decidido por la autoridad, se investía en los magistrados –los cargos públicos–, en diferentes grados. El grado máximo de potestas era el imperium, ejercido siempre y sólo por dos cónsules electos, salvo en caso de que un dictator fuera elegido por seis meses para acumular los poderes y solucionar una crisis. El Imperio sobrevino a la República cuando, como adivinarán, potestas, auctoritas y maiestas se reunieron en un solo imperator.
Auctoritas, en fin, es un término que se suele utilizar cuando alguien es considerado un referente y sus palabras, algo a tener en cuenta. Se solía decir del Rey Juan Carlos, que careciendo de toda potestas tenía auctoritas para orientar a algún ministro o Presidente un poco perdido. Pasa, aunque cada vez menos teniendo en cuenta el panorama, con los ex Presidentes del Gobierno, a los que se suele atribuir una especie de sabiduría ancestral heredada del cargo cuando, visto lo visto, lo único que se adquiere en el despacho del Ala Oeste de La Moncloa son canas. Llevarlas con dignidad parece ser cosa de izquierdas.
El Presidente del Gobierno, que lo es de momento y salvo que en diciembre alguien le ponga remedio, nos sorprendió a todos esta semana al decir que, «como Presidente del PP», no tenía «autoridad» para pedirle el escaño que él le regaló a Rita Barberá. Supongo que Rajoy es Presidente del PP a veces y Presidente del Gobierno otras, las menos; porque qué menos que reconocerle a quien ejerce la más alta función pública un mínimo de autoridad política, si no quiere ejercer la jurídico-administrativa. Pero claro, esto está lleno de contradicciones, porque luego Rajoy se aferra a que no puede gobernar ni tomar decisiones; pero cuando las toma dice que no las ha tomado en realidad, como pasó con el galimatías del caso Soria: el no-Gobierno nos deleitó con un no-nombramiento de un no-político para un cargo no-ejecutivo mediante un no-concurso no-público, que debe de ser algún tipo de récord en derecho administrativo-constitucional.
Rajoy declina tener autoridad para demandarle a Barberá un escaño que él le aseguró y garantizó, en una decisión que, supongo, se puede calificar de política; porque no nos vayamos a pensar que fueron los valencianos, con inviolable maiestas, los que la pusieron en el Senado. El PP la eligió para ocupar un sillón y el PP se aseguró de que se quedara ahí mientras se disolvían las Cortes en mayo, no fuera a ser que el Supremo decidiera imputarla en ese momento. Pero Rajoy, claro, no tiene autoridad para, después de protegerla con todos los medios a su alcance, pedirle que renuncie.
Y tiene razón. Porque ¿con qué auctoritas va a pedir el señor Presidente a alguien que renuncie a nada? El hombre del «todo es falso salvo alguna cosa», del «Luis, lo entiendo, sé fuerte, mañana te llamaré», el único secretario general del PP no llamado a declarar por el caso Bárcenas cabe suponer que porque es el Presidente del Gobierno y en la Audiencia Nacional no son unos locos temerarios –apuesten lo que quieran a que Rajoy es llamado a declarar, al menos como testigo, tan pronto como abandone La Moncloa–, el que mintió en sede parlamentaria, el que eligió el día de Navidad para chantajear a la Oposición, el que nos lleva a las terceras elecciones sin el menor remordimiento sabiendo que si se retirara con dignidad habría un Gobierno mañana, ¿con qué cara va a pedir a nadie que se vaya?
El problema de esta situación es que en un sistema político normal habría una Oposición capaz de hacer los reproches pertinentes y desalojar a semejante fraude político del poder. Pero Pedro Sánchez no puede hacer Oposición, no tiene auctoritas para hacerla, porque nadie le deja. Me asombran quienes se rasgan las vestiduras pidiendo su marcha inmediata por el bien de España y de los españoles, mucho españoles y muy españoles. Sánchez, para empezar, es secretario general del PSOE, no Presidente del Gobierno; fue elegido por sus militantes, no como otros; y si yo fuera socialista me daría con un canto en los dientes: el PSOE, dentro de sus grandes derrotas, podría haberse comido una (dos) galleta(s) de dimensiones continentales y haber sido superado por Podemos, y sin embargo se mantiene primero en la Oposición y parece que así seguirá. Bajo el liderazgo de Sánchez el PSOE ha recuperado varias CCAA –y, perdonen, pero líderes como Lambán o Javier Fernández no son precisamente figuras políticas que brillen con luz propia– y, lo más importante (supongo) para los socialistas, ha resistido legítimamente la presión ante el PP, al que se supone que quiere sustituir (legítimamente, insisto) en el Gobierno. Y sin embargo, se tiene que dedicar a sortear embates de Susana Díaz –que, francamente, mejor estaba limpiando su parte del partido– y de los medios que se supone que tradicionalmente apoyan a la izquierda. Jamás en la historia democrática de España un secretario general socialista había sido apaleado desde los editoriales de El País como lo está siendo Sánchez.
No nos engañemos: el núcleo del psicodrama patológico de la izquierda española desde hace años es el gusto irracional de autodestruirse y retroalimentarse con su propia destrucción. Podemos se negó a cambiar el Gobierno y ahora ha desaparecido del mapa mientras el PSOE no puede capitalizar los innumerables desplantes de Rajoy porque está demasiado ocupado en evitar otra implosión, y ni siquiera es capaz de presentar un candidato serio a Galicia, donde el domingo el PP podrá volver a presumir de victoria electoral gracias, entre otras cosas, a que al lado de Núñez Feijóo el candidato del PSdG no vale ni para hacer buzoneo electoral.
Así, en medio de esta situación que tiene tintes de absurda, los que estamos en el centro miramos a izquierda y derecha rodeados por caos, con la incredulidad del buen conductor que ve la salida despejada pero, justo delante, uno aparca mientras el autobús intenta parar, la moto pasa por el medio, dos coches se comen un ceda, el ciclista invade la acera para esquivar un taxi y una furgoneta se pone a descargar en doble fila mientras el tranvía se acerca pitando: nada hubiera pasado si cada uno hubiera usado un poco de sentido común.
Gracias por seguir ahí.