Mañana por la tarde, una mujer entrará en su nuevo despacho. Inmediatamente después, y antes de ocuparse de otros actos más agradables, se le exigirá que coja un papel y una estilográfica y escriba de su puño y letra una carta. Una vez fechada y firmada, la carta será encriptada y enviada a varios submarinos nucleares Vanguard repartidos por el planeta. En ellos, la misiva se guardará, sin ser abierta, en una caja de seguridad dentro de otra caja de seguridad. Y, con un poco de suerte, nunca será abierta hasta que haya de ser sustituida por otra carta similar, firmada por el siguiente inquilino de ese despacho.
El despacho en cuestión es el que se encuentra en un pequeño edificio del distrito gubernamental de Londres, el número 10 de la calle Downing. La mujer es Theresa May, que al asumir el cargo recién vacado de primera ministra del Reino Unido tendrá que redactar lo que se llama «carta de último recurso»: las órdenes de la comandante en jefe de la Armada inglesa en el caso de que un ataque nuclear la mate a ella y, previsiblemente, a la mayor parte de quienes tendrían que tomar decisiones. Dichas órdenes, dictadas por alguien constitucionalmente electo para dictarlas, serían ejecutadas inmediatamente después del ataque por los submarinos equipados con las cabezas nucleares británicas.
Al nuevo primer ministro se le exige dar la orden antes de recibir cualquier informe sobre seguridad y defensa para asegurar que semejante decisión no es influida de ninguna manera por ningún asesor o mando militar. La orden puede ser cualquiera: desde no actuar ni revelar la posición, hasta lanzar un ataque que causaría millones de muertes, pasando por ponerse a las órdenes de la OTAN —si aún sigue ahí—, o dejar la decisión en manos del comandante de la nave.
Lamentablemente, no es el guión de una película de acción. A Tony Blair se le escapó el color de la cara, James Callaghan canceló su agenda durante un fin de semana para pensar, y se dice que John Major ordenó lanzar los misiles, según contaba ayer The Guardian en la cobertura de las últimas horas de David Cameron como primer ministro.
La nueva inquilina de Downing Street tomará su decisión el miércoles, y será la primera de muchas. En el caso de la carta de último recurso se trata de una decisión que, con mucha probabilidad, nunca tendrá más consecuencias que la curiosidad de los historiadores pues no será ejecutada, sea cual sea. Pero en los siguientes minutos, horas, días y años de su mandato, Theresa May tomará otras decisiones que afectarán a millones de personas. Decisiones que le impedirán conciliar el sueño y que llenarán su rostro de arrugas y su cabeza de blancos testigos de la responsabilidad que descansa sobre sus hombros. El Presidente Obama abandonó España cargando las muchas canas de las que no había rastro el día que se convirtió en Comandante en Jefe.
Mientras muchos en España eluden tomar decisiones mucho menos trascendentales, el mundo sigue girando. Por suerte en el Palacio de la Moncloa no hay ningún papel en blanco esperando para amedrentar a ningún Presidente. Sin embargo, Mariano Rajoy ha tardado dieciocho días —doscientos uno, si me apuran— en remangarse la camisa para formar un Gobierno. Pedro Sánchez ha tardado diecisiete en aparecer ante una cámara para decir que va a hacer algo que todos sabemos que no va a cumplir.
España podría haber tenido un Gobierno el 27 de junio —debería haberlo tenido el pasado abril— si los líderes políticos estuvieran preparados para tomar decisiones y asumir responsabilidades, pero ninguno de ellos lo está. Y el país sigue paralizado mientras Europa se despedaza, mientras Estados Unidos abandona el liderazgo mundial tras un siglo de ejercicio, mientras en América Latina España podría ser un actor clave y no es más que un testigo de piedra ante hechos históricos como el deshielo en Cuba. Mientras casi la mitad de los jóvenes de España quieren trabajar y no pueden —y tampoco pueden permitirse el lujo estar 200 días pensando qué hacer—, mientras las Universidades fracasan en los ránkings internacionales, mientras las Administraciones públicas son en general un fiasco y un obstáculo para todo lo que se intenta en este país.
No hace falta que se pongan en la tesitura de lanzar una cabeza nuclear sobre las millones de cabezas que viven en Moscú, Teherán o Pyongyang. Nos bastaría con que alguien se diera cuenta de que España tiene asuntos más urgentes que contemplar a cuatro partidos girar sobre sí mismos, invistiera a quien ha ganado unas elecciones y su repetición, y pusiera al país en marcha. No hace falta firmar una carta y meterla en una caja, basta con conjugar esas dos mágicas palabras que en España causan alergia: asumir responsabilidades.
Gracias por seguir ahí.
Completamente de acuerdo con esta reflexión, Jaime. Yo siento mucha vergüenza, indignación, estupor, hastío por esta clase política que, de ninguna manera nos representa aunque me temo que sí merecemos. No entiendo tampoco la pasividad y el conformismo con que los españoles nos dejamos pisotear, todo me da pena y lo que es peor a mí también me empieza a vencer la apatía, lo confieso.
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