Votaremos otra vez, pero eso no es lo más grave. Ni siquiera lo es el hecho de que, seguramente, votaremos igual. La repetición de las elecciones más importantes de la Historia democrática de España no es, en sí misma, sino un síntoma de que nuestro sistema constitucional funciona relativamente bien, es decir, que de momento no hemos llegado a una situación imposible en la que haya que o bien romper las normas o bien cambiarlas sobre la marcha. Aunque hemos estado cerca, desde luego.

No. Lo peor de las elecciones que, a falta de que el Rey Felipe VI disuelva las Cámaras el lunes, se celebrarán el 26 de junio es el resultado. Mejor dicho –el resultado será sustancialmente el mismo–, lo peor serán sus consecuencias.

Que no son otras, no nos engañemos, que la confirmación de un fracaso, el de todos los que no votamos por él, ante la victoria del hombre alrededor del cual la vida política española ha girado durante los últimos diez años. Ha girado sobre él por dos razones: porque su mera presencia y su (no) actuación como Líder de la Oposición eclipsó al Presidente Zapatero a medida que éste se hacía más y más pequeño ante la descomunal crisis económica; y porque cuando alguien no se mueve un ápice, es normal que parezca que todo lo demás gira en torno a él.

Mariano Rajoy utilizará, con toda la razón y la legitimidad política posibles, su tercera victoria en unas elecciones generales parar reclamar lo que no le ha pertenecido en febrero pero sí le pertenecerá sin duda en septiembre, lo que más le gusta tener y siempre ha tenido: tiempo. Concretamente, cuatro años más. Nadie, desde luego no Ciudadanos, podrá negarle a un Presidente con dos victorias electorales el derecho a presidir el siguiente Gobierno. Y vista la tendencia electoral, nadie tendrá tampoco alternativa aritmética posible.

Ni la corrupción sistémica que hace imparable metástasis en el Partido Popular –para qué recordar los SMS de ánimo a un delincuente o la aparición, no probada pero tampoco refutada, del propio Presidente en los papeles de Bárcenas, si tenemos pruebas de que los cargos públicos electos del PP hablan de «corrupción política total» (sic.) como «lo único que funciona»– ni su manifiesta falta de agallas ni su insoportable carencia de escrúpulos constitucionales bastarán para que Rajoy, el segundo plato, el tolerado pero jamás deseado, deje de ser el epicentro de nuestro sistema político. Sin embargo, esa situación tiene un responsable.

Cuando el 15 de mayo de 2011 cientos de miles de personas en toda España se concentraron –en los lugares equivocados– para exigir un cambio radical en la forma de conducir este país, todos sabíamos ya que el destinatario de tal mensaje no era otro quien entonces ocupaba un despacho en la séptima planta del edificio acristalado –y reformado con dinero negro– de Génova, número 22. El líder del partido llamado a obtener, siete días después, la mayor cota de poder autonómico y municipal de la Historia democrática de España. El que todos sabíamos iba a ser Presidente por mayoría absoluta tan pronto como la crisis liquidara a Zapatero y se convocaran elecciones generales.

Los autoproclamados –e indiscutidos– herederos de ese movimiento, los depositarios y guardianes de todos los sueños de cambio «real» («ya») que se forjaron en plazas de todo el país, son los únicos que han tenido en sus manos la palanca que enviaba a Rajoy a la historia de los Presidentes de un solo mandato. Y digo los únicos porque todos sabíamos, el día en el que se contó el último voto, que cualquier alternativa a Mariano Rajoy pasaba indefectiblemente por el acuerdo entre las tres fuerzas que, con 12,1 millones de votos, casi doblaron al PP en sufragios con la unánime promesa de cambiar al jefe del Gobierno.

Mucho antes de que el Acuerdo de El Abrazo fuera firmado el 26 de febrero en la Sala Constitucional del Congreso por Albert Rivera y Pedro Sánchez, el vicepresidente in péctore Iglesias ya había exigido al PSOE que se levantara de la mesa con Ciudadanos. Mucho antes de las comparecencias ante el cuadro de Genovés, Podemos se negó a nombrar siquiera una comisión negociadora que hubiera podido resultar en un acuerdo previo al de Ciudadanos o influir en él. Mucho antes de todo eso, el partido del ‘cambio real ya’ había exigido la mayor cota de poder a la que jamás optará ningún partido siendo cuarta fuerza en votos, como lo es Podemos y sus confluencias/filiales por detrás de PP, PSOE y C’s.

¿Acaso iba Pedro Sánchez a plegarse a las exigencias de un líder no sólo arrogante, sino irrespetuoso? ¿De verdad era la intención sincera de Podemos negociar “algo” cuando humilló institucionalmente a Sánchez nada menos que ante el Rey y pretendía humillarle de nuevo haciéndole levantarse de una mesa con Rivera para siquiera empezar a hablar con ellos? Una cosa es que Sánchez no se haya caracterizado por su determinación política y otra muy distinta es que fuera a aceptar las condiciones de un novato que ha llegado al Congreso de los Diputados como si le faltara un café y medio escaño para la mayoría absoluta cuando en realidad le faltan 107 y es el cuarto partido más votado.

Gabriel Rufián se equivocó –lentamente, como él lo hace– cuando en el Pleno de la semana pasada afirmó que «el miedo» es la mejor arma política. No es cierto. La decepción, la rabia, la ira de una sociedad hastiada de fracasos, necesitada como nunca de un nuevo horizonte, un nuevo proyecto común y un nuevo liderazgo; esa es la más destructiva arma política y esa debería ser la mayor causa de arrepentimiento que debería observar Podemos el día que Rajoy sea investido de nuevo Presidente.

Es estéril ampararse en argumentos de programa, como lo es refugiarse en cuestiones ideológicas. Las decisiones adoptadas por Podemos, léase, primero pedirlo todo, luego pedir la mitad, después no pedir nada y después pedir todo lo contrario para terminar rechazando lo que se le concede, sólo tienen un sentido, que es el de estrategia política.

Podemos no ha cambiado nada el fondo político del país. Sus promesas de cambio se han visto cumplidas en el hijo de Carolina Bescansa en el Hemiciclo; en el beso a Xavier Domènech; en acudir a ver al Rey con deportivas; en una proposición de Ley muy por debajo de las expectativas que no pasará de proposición y que morirá tan pronto como muera la efímera XI Legislatura. Imposible es de explicar la rendición del 70% de su programa. Imposible es de explicar la negativa tajante y absoluta de negociar en el centro político, en vez de en la izquierda que no ganó las elecciones, sus promesas sociales. Esas promesas de regeneración quedarán como incumplidas ante lo obvio. Sus promesas de representar a la gente serán papel mojado cuando se cristalice que lo único por lo que se ha conducido Podemos durante meses es por pura estrategia política: puro ansia de lograr el sorpasso al PSOE pase lo que pase, a cualquier precio. Vendiendo sus presuntos ideales y traicionando sus promesas, pero además condenando a España a seguir gobernada por el Presidente más rechazado de toda la serie demoscópica histórica.

A todo esto habrá que dar respuesta no sólo en la rápida campaña electoral que celebraremos el mes que viene, sino también durante toda la próxima Legislatura. Habrá que responder a la pregunta de por qué algunos desaprovecharon la oportunidad que los españoles presentamos a nuestros políticos el 20 de diciembre y otros la rechazaron como si hubiera sido la ocurrencia gratuita de un menor sin juicio ni mesura.

Volvamos a votar, pero aquellos que pusimos tanta ilusión de cambio en nuestro voto de diciembre ya debemos perder la esperanza de arreglar lo que se ha roto. Podemos ha roto una preciosa valija y ahora habrá que moldear una nueva que esté hecha, como la primera, con el material del que están hechos los sueños.

Gracias por seguir ahí.

2 comentarios en “Podemos o el fin de un sueño

  1. Me parecen excesivas tus críticas a Rajoy. No entiendo que te parece que deberíamos hacer. Yo creo que todos se han portado horriblemente Sanchez.Rivera.Iglesias.Es difícil elegir ahora pues es difícil hasta encontrar el mal menor.

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    1. Querida Vicky, mis críticas a Rajoy son las más duras. Pero eso tiene una razón; que no es otra que su grado de responsabilidad. Ni Sánchez, ni Rivera, ni Iglesias ganaron unas elecciones. Ninguno de ellos ha gobernado durante cuatro años con poder absoluto dejando tantas y tantas cosas por hacer. Ninguno tiene bajo su mando (también absoluto) el partido más podrido de corrupción de España (lo de los ERE se ha convertido en una anécdota, una muy cara, comparada con la corrupción sistémica del PP). El problema de Rajoy es ese: que se hizo con un poder absoluto en su partido y en el país. Y por ello, opino, no puede haber medias tintas con él. Un gran poder conlleva una gran responsabilidad. Rajoy prometió sacarnos de la España de Zapatero y ha resultado que la España de Rajoy da bastante más asco. Y seguimos teniendo casi seis millones de parados. De ahí mi crítica a Rajoy. Quizá excesiva, pero creo que no injusta. Muchísimos abrazos desde Oslo.

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