He tardado tres horas sólo en empezar esta entrada, y he tardado dos y media en escribirla. En ese tiempo, normalmente, podría escribir cuatro o cinco mordaces críticas al Presidente o a uno de los nuevos partidos. Pero ésta no es una de esas entradas. Antes de empezar, mucho antes, decidí que no iba a utilizar la fotografía que me ha llevado a escribirla, porque no quiero volver a sentir el dolor que me provocó la primera vez que la vi. Soy consciente de que me costará olvidarla, si es que llego a olvidarla alguna vez; como a muchos de los que ayer alzamos la voz aunque sólo fuera para condenar el mero hecho de tener a Aylan en nuestras pantallas, en todas ellas.
El jueves pasado publiqué una entrada, como ésta, de esas en las que no disfruto escribiendo. Mi mejor amigo me dijo al día siguiente que leerla le había dejado hecho polvo, y que yo debería entender por qué le repelen asuntos nacionales como la defensa: porque son crudísimos.
Lo son.
Yo no lloré el jueves pasado después de leer cómo setenta personas habían muerto asfixiadas en un camión frigorífico en Austria. No recuerdo la última vez que lloré con una noticia o un telediario; no sé si lo he hecho alguna vez. Puedo recordar los aviones del 11 de septiembre, los cuerpos en las vías de tren de Madrid, la devastación del tsunami de Sri Lanka o los cadáveres calcinados de cristianos masacrados en Nigeria, pero no recuerdo con nitidez mis sentimientos en esos momentos. Ayer se me escapó una lágrima cuando vi la foto que hoy llevaron en su primera plana cuatro de cada cinco periódicos de Europa.
Le contesté a mi amigo que a veces hay éxitos, no sólo fracasos. Y que cuando esos éxitos son realmente importantes, son éxitos, y por tanto satisfacciones, mucho mayores que ajardinar una rotonda o instalar un carril bici. Hoy he pensado que ya no sé si estoy seguro de esa respuesta, porque no sé cómo se puede afrontar una imagen así sentado en el despacho de una cancillería europea o un Ministerio de Defensa.
Si hay niños que podrían ser mi hermano pequeño ahogándose en el Mediterráneo; si hay hombres y mujeres que ponen a sus hijos en balsas de plástico porque el mar es más seguro que la tierra; si hay personas hacinándose en trenes para huir de la guerra y el terror; si todas esas cosas ocurren, se debe a decisiones. Decisiones conscientes o inconscientes, tácitas o explícitas, visibles o inapreciables, pero decisiones al fin y al cabo.
«Las decisiones las toman los que se presentan», le dijo un hombre sabio al Presidente Bartlet. Si tomamos eso como cierto, entonces hay responsables de que ayer cientos de miles de lágrimas cruzaran nuestras mejillas.
La política no es sólo una campaña electoral cada cuatro años. No es convencer a la gente de que tiene que votarte porque eres mejor que otros. No consiste en alcanzar el poder con el único fin de mantenerlo.
Mejor dicho, la política es todas esas cosas; pero con un sentido. Con una meta, unos valores determinados, unos principios propios y personales. Hacer política es tomar decisiones, como abrir un carril bici o como cerrar una frontera. Hay un universo de diferencia entre ambas. Pero en democracia somos nosotros los que elegimos a la persona que debe decidir sobre el carril bici, y a la persona que tiene que hacer frente al cierre de fronteras.
Las decisiones las toman los que se presentan, no otros. De modo que si no somos capaces de presentar a las personas adecuadas, no podemos pretender que quienes sí se pretendan tomen las decisiones correctas. A veces, ese error sólo cuesta millones de empleos y decenas de miles de euros. Pero otras veces cuesta vidas humanas.
Hasta cuándo vamos a seguir manteniendo a esta generación de líderes que nos ha condenado a un largo invierno de temor y ansiedad. Hasta cuándo vamos a seguir indiferentes ante decisiones que por el mero hecho de que no afectan a nuestra rutina diaria, no nos importan lo suficiente. Hasta cuándo vamos a seguir sin entender que si no elegimos a las personas adecuadas, a las mejores, no podemos esperar que todo esto acabe.
Las decisiones las toman los que se presentan, y ayer Aylan murió porque alguien que se presentó, está tomando las decisiones incorrectas. Tal vez eso es lo primero que podemos hacer para poner fin a tantas tragedias evitables. También podríamos preguntarnos por qué no lo hemos hecho antes; y pedirle perdón a Aylan, y a los otros catorce mil niños que han muerto en una guerra a las puertas de la Europa que nosotros hemos construido.
Gracias por seguir ahí.