¿Es por las elecciones?

Esa fue la pregunta que me hizo a bocajarro la funcionaria consular de la Embajada de España en Oslo cuando ayer entré en el edificio con un «Buenos días, soy ciudadano español» –un poco peliculero, reconozcámoslo–. Ése debe de ser el estado de nervios que impera en todas las Administraciones que tienen que hacer frente al tinglado electoral; por supuesto, no se refería a las generales que se esperan –señor Presidente mediante– para noviembre, sino a las catalanas del 27 de septiembre.

Amablemente le dije que no, y que podía dejar el formulario de reclamación al censo electoral al que ya había echado mano. Yo sólo quería inscribirme en los registros correspondientes, y que me mantuvieran informado de los plazos para sobrevivir a la trampa del voto rogado que el Gobierno, vía Reglamento, impone a los residentes ausentes de forma flagrantemente inconstitucional.

Sin embargo, la pregunta me dejó pensando en el circo que Artur Mas ha organizado el próximo 27 de septiembre. Un circo que es un fraude de Ley de manual, por no decir de Código Civil: dice el artículo 6.4 que «Los actos realizados al amparo del texto de una norma que persigan un resultado prohibido por el ordenamiento jurídico o contrario a él se considerarán ejecutados en fraude de ley y no impedirán la debida aplicación de la norma que se hubiere tratado de eludir»; precepto éste aplicable a todas las ramas del ordenamiento, como ha declarado el TC en repetidas ocasiones desde su sentencia 37/1987 (FJ8), por si a alguien se le ocurre alguna chorrada del tipo que el Código Civil no se aplica a estos temas administrativo-constitucionales.

Si Artur Mas convoca unas elecciones por la vía legal, e inmediatamente después declara en una comparecencia que ha usado esa fórmula sólo para evitar el control del Tribunal Constitucional, se convierte en el primer cargo público de la España democrática que confiesa un fraude de Ley –lo que apareja ciertos delitos, como prevaricación– y contra el que la Fiscalía no actúa. Es inaudito.

De modo que salgo de la Embajada –el jurista que llevo dentro nota cómo en la verja se queda el ordenamiento jurídico español y al pisar la calle cae sobre mí la pesada carga de las normas noruegas– pensando qué demonios pasa en este país para que tantos Gobiernos, y tantos señores Presidentes, se pasen la Ley y la Constitución por el Arco del Triunfo. ¿Quién se cree que es el Ministro de Asuntos Exteriores para dictar un Reglamento que, de forma arbitraria –porque existen métodos para no hacerlo–, condiciona de forma brutal el voto de los españoles ausentes del territorio nacional, cuando es un derecho constitucional votar, viva el votante en la Gran Vía o en Groenlandia? ¿Quién se cree que es el Presidente de la Generalitat para decidir que «las circunstancias son excepcionales» y perpetrar impunemente un fraude de Ley, una Ley que yo tengo que respetar o me enfrentaré al rigor de la Justicia?

El Gobierno de este Presidente es incapaz de tomar la iniciativa en Cataluña, simplemente porque si lo hiciera no tendría otro remedio que aplicar el artículo 155 de la Constitución y suspender la Autonomía. Es evidente hasta para la peor miopía política que el actual Gobierno de Cataluña «no cumple las obligaciones que la Constitución u otras leyes le imponen y actúa de forma que atenta gravemente contra el interés general de España». Mas no cumple con su obligación de respetar la Ley y la Constitución a la que prometió «fidelidad»; y aunque nadie nos lo haya dicho, no puedo imaginar que en la última reunión entre el señor Presidente y Mas no se produjera el requerimiento del primero al segundo para que cesara en esa actitud. Por lo tanto, a Moncloa no le queda otra que intervenir. Y es una gran mentira, o mejor dicho, una miserable excusa eso de que el artículo 155 está sin desarrollar y que «nadie sabe cómo». Si de verdad ninguno de los brillantes Abogados del Estado que trabajan para el Gobierno o de los Letrados de las Cortes Generales puede redactar un informe, cosa que no me creo, que me llamen, porque yo ya lo he hecho.

En lugar de eso, el Ejecutivo se limita a seguir rescatando mes a mes las arcas vacías de la Generalitat mediante el FCI con dinero de catalanes, de asturianos, de andaluces… Arcas vacías básicamente porque celebrando tres elecciones en cinco años, prorrogando dos presupuestos y dedicando el dinero a fomentar el independentismo –en los colegios, en las universidades, en los deportes, en la sociedad civil– lo lógico es que no quede mucho más.

Nos pongamos como nos pongamos, este tipo de cosas sólo ocurren en España y deberíamos preguntarnos por qué. Esta tarde uno de mis colegas de residencia, pakistaní, me preguntaba sobre Cataluña a raíz de la enorme estelada que –Dios mío, yo no daba crédito– ha aparecido  en uno de los balcones de nuestro edificio en Oslo. Me preguntaba si el asunto catalán era “tan fuerte” como el de Escocia en el Reino Unido. Yo le expliqué que en Cataluña el referéndum que celebró Salmond era ilegal y que habría que cambiar la Constitución para que los catalanes pudieran votar la independencia. Y él me respondió con otra pregunta: «So, now, they are claiming for that constitutional change, aren’t they?». Su cara fue inenarrable cuando yo le contesté que no pedían el cambio constitucional, sino que en realidad estaban tratando de celebrar igualmente el referéndum mediante un fraude de Ley.

Mientras tanto, unas elecciones generales a la vuelta de la esquina están empezando a condicionarlo todo, empezando por los últimos Presupuestos Generales que se van a aprobar por mayoría absoluta en muchos años y que el Gobierno quiere imponer a quienes les sucedan. Con un escenario de intención de voto sumamente volátil –los porcentajes de coherencia del CIS así lo demuestran– lo único seguro es que va a haber que hacer sumas para ocupar la Moncloa la próxima Nochebuena.

Pero mientras el señor Presidente, después de que la cosa casi se le fuera de las manos en junio, ha vuelto a su modo vegetativo; mientras Pedro Sánchez sigue buscando la brújula socialdemócrata que Zapatero perdió hace ya seis largos años; mientras Pablo Iglesias ya no sabe si canturrear la sintonía de Juego de Tronos o hacer malabares con un euroescaño para no tener que mojarse sobre el circo independentista; y mientras Albert Rivera da con la combinación de notas que convierta el ruido en música, los días siguen pasando, y se acercan unas urnas ante las que, por primera vez, los españoles se van a plantar sin saber qué demonios tienen que hacer para que las cosas cambien.

Porque si en algo estamos todos de acuerdo, y menos mal que eso es así, es en que las cosas tienen que cambiar en España. No puede ser tan difícil si hasta en La Habana, con Castro aún preparado para ver a su 12º Presidente(a), ha vuelto a ondear una bandera de los Estados Unidos.

Gracias por seguir ahí.

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