El favor más grande de Susana Díaz

Adelantar unas elecciones es una de las herramientas políticamente más fuertes de las que dispone un gobernante en los sistemas electorales parlamentarios. En ocasiones el adelanto puede resultar casi irrelevante ―el de Zapatero en 2011 lo fue; pocas cosas hubieran cambiado por tres meses más de agonía presidencial―, otras veces puede ser ciertamente decisivo ―el de Cascos en Asturias en 2012, que le costó la Presidencia para siempre― y otras, las menos, tiene consecuencias mucho más complejas de las que se podían prever cuando se firma el decreto de disolución del parlamento de turno.

Esto último es lo que le ha pasado a Susana Díaz. No tocaba renovar el Parlamento de Andalucía hasta marzo de 2016; eso hubiera supuesto que este año la primera cita con las urnas fuera el 24 de mayo, día en el que se definen nada menos que trece parlamentos autonómicos, media docena de instituciones forales y ocho mil municipios. Las elecciones autonómicas y locales, combinadas, pueden disputarles a las elecciones a Cortes Generales el papel de votación clave para el reparto de poder en España: si bien en noviembre ―R.m., es decir, Rajoy mediante― se elegirá un Congreso que es la cúspide de nuestro sistema político, las instituciones que más afectan a la vida diaria de los ciudadanos son los Ayuntamientos y las Comunidades Autónomas.

Y lo que ha hecho Susana Díaz, sin quererlo, es convertirse en el filtro que evitaría el colapso institucional de España.

Si las elecciones europeas de mayo de 2014 hubieran sido generales, el PP habría perdido 50 diputados, Podemos habría irrumpido en el Hemiciclo con 19 ―Ciudadanos sólo con 4, que serían 14 de confluir con UPyD; VOX con 1― y el PSOE habría bajado más aún, hasta quedarse en 106 de sus actuales 110. El Congreso sería absolutamente ingobernable (el gráfico es de la casa): el PP no tendría posibilidad de pactar y el PSOE tendría que hacerlo con al menos cuatro formaciones, cinco si tenemos en cuenta que combinaciones que incluyan a Podemos y Ciudadanos o a Esquerra y UPyD serían imposibles. Sólo quedaría la salida de la gran coalición, que pondría a Pablo Iglesias en la puerta de La Moncloa en las siguientes elecciones.

Desde ese 25 de mayo, la tendencia en las encuestas (si España tuviera un The Guardian…) es clara: el PP se desploma aún más y el PSOE es incapaz de frenar definitivamente su caída mientras Podemos y Ciudadanos se consolidan como tercera y cuarta fuerza política, respectivamente. Eso cuando el partido de Iglesias no supera al PSOE. Todo esto ocurre frente a hipótesis, y en un escenario políticamente fácil para los nuevos: el PP sigue quemándose en el Gobierno, y el PSOE sigue quemándose en la Oposición, aunque algo menos.

Por eso las elecciones andaluzas serán clave. De no celebrarse éstas, el hastiado electorado español concurriría a la trascendental votación del 24 de mayo sin una información valiosísima: lo que han hecho aquellos a los que ahora cedo mi voto cuando han tenido margen de actuación.

Los escasos dos meses que van desde el domingo hasta el 24M son una brutal prueba de fuego para los que hoy por hoy son los cuatro grandes partidos de España, a saber PP, PSOE, Podemos y Ciudadanos. Cada movimiento de Juanma Moreno, de Susana Díaz, de Teresa Rodríguez y de Juan Marín será estudiado al milímetro.

Si PP y PSOE pactaran en Sevilla, el terremoto sería brutal y las autonómicas de mayo se convertirían en un plebiscito masivo, sin medias tintas, sobre el sistema nacional. Los votantes hartos que, con todo, permanecen fieles ―que son los del PSOE por el centro y los del PP por la derecha― jamás perdonarían la alianza con el enemigo natural. Un votante de centro izquierda no tolerará una alianza con el partido de Rajoy y todo su historial sólo para mantener el poder; un votante tradicional del PP nunca aceptaría gobernar con los socialistas. Las consecuencias serían imprevisibles pero, desde luego, un año con cuatro llamadas a las urnas no parece el momento más oportuno para encontrarlas.

Si el PSOE, que según todos los sondeos será el ganador y, por tanto, el natural buscador de pactos para formar Gobierno, opta por Podemos, el resultado en términos electorales es más difícil de prever. Los votantes socialistas podrían verlo como una claudicación ante un nuevo referente de la izquierda y el partido morado podría consolidarse en el espacio electoral del PSOE. Aunque quizás el más perjudicado fuera el propio Pablo Iglesias, pues si tras casi un año clamando contra el bipartidismo lo primero que hace es entrar en un Gobierno del PSOE, probablemente mucho voto indignado volverá ―quizás de forma definitiva― a la abstención.

Con todo, es Ciudadanos, el otro partido bisagra, el que se juega su futuro en las pugnas por el palacio de San Telmo: pactar una investidura con Susana Díaz sería un suicidio si comporta la más mínima cesión programática, pues supondría validar el lamentable discurso del PP de Rajoy. Negarse a hacerlo también podría resultar arriesgado si ello comporta el bloqueo de la Autonomía: si, ante el panorama que dibujan las encuestas, ni Ciudadanos, ni Podemos ni el PP apoyan a Díaz en una investidura, podría perderla siendo rechazada por la Cámara. En cuyo caso, lo más probable sería que debieran repetirse las elecciones alrededor del mes de julio: una situación insostenible.

En cualquier caso, mientras que cualquier andaluz debería estar ya incapacitado para conciliar el sueño por el voto del domingo, el resto de los españoles podemos estar agradecidos a la presidenta Díaz: menudo favor nos ha hecho adelantando unas elecciones que ―no podía saberlo― no sólo determinarán el futuro de su Comunidad, sino probablemente el de todas las demás.

Gracias por seguir ahí.

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