La guerra y otras mentiras

«Cuando en el verano de 1997 ETA asesinó a cámara lenta a Miguel Ángel Blanco, se produjo un «punto de inflexión» en el comportamiento de la sociedad española con respecto al terrorismo. La expresión no es mía; la leí hace años en un libro de texto de mi hermano, y fue entonces cuando tomé consciencia de haber vivido acontecimientos que se estudiarán como parte de la Historia.

Me viene a la cabeza la respuesta social que se dio entonces ante el chantaje al Estado y el unánime clamor de indignación y condena por el concejal ejecutado porque llevamos cinco ejecuciones a cámara lenta y no he visto manifestaciones en las plazas de España.

De hecho, por primera vez en la Historia humana, se ha llegado a un punto de crueldad y sadismo inédito. Ahora el terrorismo hace propaganda –propaganda de terror para Occidente y de enaltecimiento para el Islam, en el mismo acto– degollando a periodistas o guías turísticos y subiéndolo a YouTube.

Gracias a Dios nosotros no encontramos un VHS junto al cuerpo aún con vida de Blanco en el que se mostrara la amenaza al Gobierno y los posteriores disparos a su cabeza. Quizás algo así habría traumatizado a esa sociedad. Y sin embargo, diecisiete años después permanecemos impasibles mientras unos fanáticos –que no nacieron queriendo hacer eso– acaban con las vidas de James Foley, Steven Sotloff, David Haines, Hervé Gourdel y Alan Henning en el plazo de apenas dos meses.

Mientras tanto las Naciones Unidas celebran su Asamblea General y los países de Europa rechazan entrar en una coalición liderada por los Estados Unidos –¿alguien más se ha ofrecido a liderarla?– para atacar las posiciones de un grupo terrorista que se ha proclamado Estado. No dejemos de lado la terminología. Un Estado tiene tres elementos característicos: soberanía, población y territorio. Un grupo de radicales que deberían existir en el siglo XV pero no en el XXI controlan un territorio, someten a una población y para ello se sirven de una ley divina llevada al extremo.

¿Qué más tiene que pasar? ¿Qué intereses deben verse en peligro? ¿Cómo es posible que la conciencia de un gobernante –léase el primer ministro David Cameron, el Presidente Françoise Hollande o el Premio Nobel de la Paz Barack Obama; tres de los cuatro grandes de Occidente– permanezca impasible…»

Escribí estas palabras el 25 de septiembre, dejándolas como borrador inconcluso de una entrada que pretendía condenar los actos salvajes de los terroristas yihadistas. Hoy a la lista hay que añadir los nombres de cuatro dibujantes, un redactor jefe, dos policías –uno de los cuales ha muerto ante los ojos del mundo ejecutado a sangre fría mientras, herido en el suelo, pedía clemencia– y otras cinco personas que han sido asesinadas en el corazón de Europa. La pregunta retórica, por desgracia, ha quedado contestada.

Por suerte, ya nadie permanece impasible, y el Presidente Hollande ha declarado el «ataque a la República» como un acto de guerra. Porque estamos en una guerra.

Una guerra como ha habido otras, y al mismo tiempo que no es como ninguna de las que ha conocido el mundo. La realidad, nos guste o no, es que hay una “entidad política” –no parece que el IS tenga los elementos de Estado, al menos plenamente– que ha declarado su voluntad de utilizar la fuerza para consumar unos determinados fines. Que mata indiscriminadamente a civiles y arrasa pueblos y ciudades de Irak, Siria, Paquistán o Libia.

Pero es una guerra diferente porque se libra también en las calles de París, el metro de Londres o los cercanías de Madrid. Porque tres de su bando pueden coger un rife y matar a doce de los nuestros sin que nadie pueda impedirlo. Habrá justicia, sí –o sólo quizás–, pero será demasiado tarde para ellos.

Occidente no es una construcción alegórica ni teórica, es una realidad palpable que contrasta con otras realidades palpables que existen en el mundo. Y, con sus imperfecciones, con sus desventajas y con todos sus problemas –«Occidente y sus crisis» se titulaba un tema de una asignatura de Historia del curso pasado–, es mejor a la sociedad que los radicales que ayer se erigieron en la Inquisición de este siglo pretenden imponer.

Porque ninguna imposición es legítima, ni siquiera la de la libertad. Pero lo que sí es legítimo, y no puede cabernos duda alguna, es defender la nuestra. Defender nuestra libertad, porque es nuestra libertad la que está en juego. Nuestra libertad de expresar, si así lo consideramos, lo absurdo de una religión; pero también nuestra libertad para no caminar por las calles sin una amenaza personificada en policías con rifles, para coger un tren sin temer por ello.

Es una obligación moral de Occidente plantar cara al terror yihadista. Hay muchas formas de hacerlo, pero parece obvio que una de ellas, necesaria, acaso imprescindible, es plantarles cara allí donde están cometiendo sus mayores atrocidades. Donde arrasan aldeas y aniquilan pueblos, donde ejecutan a cámara lenta y donde creen que el Dios en cuyo nombre matan les hace intocables. A los dibujantes de Charlie Hedbo les fueron a buscar. Nosotros debemos ir a buscarles a ellos y hacer justicia. No hay justificación para no hacerlo.

Lo que sucedió ayer en París los españoles lo conocimos durante 40 años. Es injustificable, es atroz, pero por encima de todo, es peligroso. Porque ceder –ceder es no publicar una viñeta, es no manifestarse, es no votar o votarles a ellos, es dejar sin escribir líneas como éstas– es conceder una victoria. Por eso, porque no toleraré nunca que el terror venza, aunque no he compartido la sátira de la revista, je suis Charlie.

Gracias por seguir ahí.

 

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