Ustedes no la toquen

Monumento a la Constitución en MadridEmpieza a no ser fácil sentarse ante un documento en blanco para escribir a favor de la Constitución. Como con toda víctima que no puede defenderse, achacar todos nuestros problemas a la norma fundamental del Estado es lo más sencillo para una parte del arco parlamentario. Claro que si los defensores de la Constitución nos tenemos que ver representados en un Presidente con voz griposa que dice que es lo mejor que nos ha pasado en la vida porque el PIB desde 1978 ha crecido un 100% –como si fuera el mejor argumento–, la cosa no parece sencilla.

La realidad, aunque Rajoy la circunscriba al ámbito económico del que ya no le veremos salir hasta su reelección dentro de un año, es que la Constitución de 1978 es una buena Constitución. Innovadora en muchos aspectos que ahora nos parecen casi obsoletos, el texto que hoy conmemoramos fue un esfuerzo político colectivo que selló una Transición imperfecta, sí, pero muchísimo mejor que otras que acabaron en las armas. Tiene sus carencias, por descontado, pero no por esas carencias se le puede achacar el cercano colapso de un sistema bien planteado pero mal ejecutado. La Constitución estableció una democracia, una monarquía parlamentaria que no es peor que otras, pero cuya puesta en marcha se ha visto enfangada por dos factores: la partitocracia y la cultura política de los españoles.

Si hemos de buscar culpables hagámoslo en todos aquellos que, desde las cúpulas de los partidos políticos, han corrompido e inaplicado la Constitución para crear un Estado partidista que no es el previsto por los constituyentes del 78. Ni siquiera Miquel Roca habría podido prever que mediante el Estado autonómico que estaban creando, sólo treinta y seis años después una Autonomía amenazaría con desarrollar «estructuras de Estado» para consumar  una secesión. Sin embargo las cesiones egoístas de unos y otros  –las transferencias de competencias más allá de lo previsto, primero; los Estatutos de Autonomía abiertamente inconstitucionales, después; y finalmente la mismísima Justicia constitucional, vendido todo ello por PP y PSOE a cambio de la placidez del correspondiente inquilino del Palacio de la Moncloa– y la manipulación constante de muchos catalanes por parte de los poderes públicos han conseguido una crisis territorial que se suma a la institucional, la política, la social y la económica, pero de la que no se puede culpar, o al menos no en exclusiva, a la Constitución.

Por eso la reforma de mentira que el PSOE no ha planteado –porque ese papel con el que se sacaba una foto el otro día no es ni una propuesta ni una reforma– no puede prosperar. Porque PP y PSOE han pactado dos veces dos reformas constitucionales y las dos veces lo han hecho mal. Yo no quiero que metan mano a mi Constitución por la sencilla razón de que no me fío de que vayan a hacerlo bien. Y para chapuzas ya tenemos al Gobierno –me ahorro la enumeración por no aburrir–, que aprueba media docena cada viernes.

Todos los que pertenecen a la generación que elaboró la Constitución se jactan, no sin cierta prepotencia, de que entonces quienes participaban en política eran ‘los mejores’. La primera pregunta es, si eran tan excelentes –que muchos lo eran– por qué no cedieron el testigo a ‘los nuevos mejores’ sino que lo entregaron a mediocres que, a su vez, han ascendido a otros mediocres. Sin embargo, y aunque erróneo en las formas, el diagnóstico es válido. Y yo no quiero que Pedro Sánchez le meta mano a la Constitución porque creo sinceramente que no sabe cómo hacerlo bien; y como lo creo de míster sonreír y saludar lo creo de Pablo Iglesias, Alberto Garzón o Albert Rivera.

No es cierto que cada generación deba tener su Constitución, porque eso no tendría sentido. Es tanto como decir que cada generación debe tener su Estado, su patria, su nación. No pondré ejemplos que ya se han utilizado hasta la saciedad.

Yo me siento partícipe en esta Constitución porque la respeto, respeto a la sociedad que en su momento fue capaz de asumirla como propia y reconozco los muchos beneficios que nos ha aportado. No necesito votarla –y lo hago cada cuatro años participando en el sistema que ella ampara, y votando opciones constitucionalistas– para respetarla. No necesito que algo sea mío para compartirlo.

No niego que la Constitución necesite retoques. Y para ello existen los mecanismos de reforma ¿Quién no estaría de acuerdo en que el artículo 32 –«el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio»–, el 57 –sucesión de la Corona– o el 62 –«al Rey corresponde declarar la guerra»– están obsoletos? Pero eso no justifica un desmantelamiento sin tasa del Estado, insisto, porque antes de eso debe decirse con claridad qué se pretende, cómo se pretende hacer y para qué.

Mientras no exista un proyecto alternativo claro, sobre el que se pueda discutir y que se pueda meditar, no vale echar las culpas a la Constitución. Y, desde luego, debe respetarse ese logro colectivo que ha sido y es, como garantía de que los españoles somos capaces de convivir durante más de cuatro décadas sin necesidad de echar mano de las armas. Por eso, aunque yo no la hice, aunque yo no la voté y aunque yo no he participado en ella, yo me creo la Constitución y hoy celebro su día, y espero poder celebrar muchos más.

Gracias por seguir ahí.

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