Finalmente, ha ocurrido: el Rey abdica la Corona en la persona de su hijo Felipe, que reinará a partir de la semana que viene –a más tardar– como Felipe VI. Es una decisión histórica para España; probablemente, la más trascendental desde la promulgación de la Constitución el 28 de diciembre de 1978. Yo me felicito por la decisión, valiente y audaz, aunque debería haberse ejecutado sin tantas señas que induzcan a pensar en una improvisación.
El reinado de Don Juan Carlos ha sido el más prolijo de cuantos se han sucedido desde que España es tal; es el mayor período democrático, de libertades y progreso que se ha producido en nuestra Historia. Y por ello el Rey debe abandonar el Trono con la seguridad de que cuenta con el agradecimiento unánime y sincero de los españoles en los que él confió para cederles el legítimo poder sobre el futuro del país.
Habrá tiempo de hacer balance cuando efectivamente se produzca la sucesión. Pero es injusto cerrar este período menospreciando el papel de la Monarquía como forma de gobierno y abriendo un debate sesgado sobre la legitimidad y la democracia.
Los ciudadanos españoles votaron en 1978 –y también en 1977, si se me apura– una forma de gobierno monárquica y parlamentaria dentro de una Constitución así configurada. Desde entonces ha habido cambios, ¡por supuesto! Pero precisamente de lo que se trata es que el Estado no puede ir cambiando a medida que cambian las circunstancias. No es excusa que hayan pasado 38 años; si hay que cambiar la Jefatura del Estado cada medio siglo, no llegaremos lejos. No hay ningún país en el que eso suceda porque no tiene sentido. Los ciudadanos norteamericanos no se plantean si la decisión de sus parientes de 1789 fue acertada o procede un cambio. Los ingleses llevan 1.200 años siendo una monarquía con el sólo paréntesis de Cromwell, que acabó como acabó. En Italia nadie pide la vuelta a la monarquía que unificó el país y en Suecia jamás se ha puesto en duda la legitimidad de la Corona.
Pero me parece legítimo pedir un referéndum; siempre lo es en democracia. Ahora bien, un referéndum es por definición plantear una pregunta. De modo que ¿queremos votar en referéndum? Pues, en primer lugar, ¿votar qué?
La dicotomía ‘monarquía contra república’ es falaz –no digamos ya la de ‘monarquía contra democracia’ que ha expresado esta mañana, como siempre sin el menor acierto, Cayo Lara–. Al igual que no es lo mismo una monarquía constitucional que una parlamentaria, no hay un sólo modelo de república. Antes de votar si queremos una república a esta monarquía, habrá que saber a qué república nos estamos refiriendo.
¿Una república presidencialista? El presidencialismo puro es el estadounidense, en el que el Presidente y sólo él es el Poder Ejecutivo con sus amplísimas prerrogativas. Lo descarto por razones obvias: no encaja en absoluto con el modelo español, es contrario a la mitad de nuestros principios políticos y legales y en este país carece de proyección factible.
¿Una república parlamentaria? Es un caso poco frecuente porque el jefe del Estado queda despojado de muchas atribuciones. Pierde poder frente al primer ministro y se da en repúblicas generalmente inestables. No creo que nadie lo defendiera para España.
¿Una república semipresidencialista? Sería el modelo francés, fuerte; o el italiano, débil. El Presidente tiene ciertas prerrogativas –más o menos, según los casos– con el nombramiento del Gobierno, disuelve y convoca el Parlamento… En esencia, y siempre con matices en cada caso, algo más de lo que hace el Rey en nuestra Constitución. Con la diferencia de que, si en la Presidencia no hay un político responsable –léase Giorgio Napolitano–, la Jefatura del Estado pierde su neutralidad. ¿Alguien tiene algún candidato español para jefe del Estado que reúna las características de profesionalidad, pulcritud e independencia?
No se puede plantear el debate «Monarquía/otra cosa» porque es vano y demagógico. Si realmente existe una propuesta de reforma del Estado debe plantearse con todo detalle y concreción para poder debatirla como una sociedad madura.
El Rey es el jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, y a la vez que las modera, garantiza el normal funcionamiento de las instituciones. Unidad, permanencia, moderación, garantía, normalidad. No son pocos ni menores los principios básicos los que recoge el artículo 56 de la Constitución. Precisamente por esto prefiero una Monarquía a una república. Tener la seguridad de que el jefe del Estado es ajeno a la pugna partidista tranquiliza a cualquiera que crea en el funcionamiento neutral de la cabeza del país. La Monarquía parlamentaria es un régimen de plenas garantías democráticas en el que el Rey es simplemente un guardián de una soberanía nacional que, no olvidemos, no reside en la Corona –hay monarquías actuales en las que sí– sino en las Cortes Generales.
Yo no quiero para España un jefe de Estado proveído por los partidos políticos. ¿Qué hubiera pasado el 23 de febrero de 1981 con un Presidente de izquierdas o derechas (poco importa)? ¿Qué ocurriría ahora con Cataluña si el jefe del Estado estuviera sometido a los dictados de PP o PSOE? ¿Qué hubiera sucedido si, cada vez que el monarca ha mediado, un Presidente hubiera metido su mano pendiente de la reelección? No son preguntas vacías o de pasado. Habrá nuevos desafíos y si es un Rey quien arbitre al resto de las instituciones, yo estaré tranquilo. No he votado a Felipe VI –si pudiera, en realidad, lo haría por él– pero voté y votaré a quienes tienen el poder de iniciar una reforma constitucional para echarle, y tendré que votar si se le echa o no. Con eso mi sentido de la democracia está más que satisfecho.
Gracias por seguir ahí. Y hoy, como todos los 2 de junio, va por ti.
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Esta entrada merece agradecimiento a Ramón Sánchez, por librarla de un error de principiante. Ya no lo volveré a cometer. El ‘alumno’ superó al ‘maestro’…
Como siempre genial, yo acabo de mandar mi artículo sobre este mismo tema y después de leer el tuyo me parece una porquería.Suscribo todo lo que dices
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Una visión muy acertada, lejos de sentimentalismos medievales o repúblicas idealizadas.
¡Enhorabuena!
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Gracias a ambos (Vicky, ya será menos, que tú escribes en un periódico…) 😉
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Me ha gustado. Muchas gracias.
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Muy brillante tu artículo. Debes agradecer también a los Cayos Laras que cubren el espectro político, porque cada vez que abren la boca demuestran la absoluta falta de formación e información de los de su especie, y te dan mucho juego…
Sin embargo, en mi modesta opinión, cualquier alegato monárquico cojea de una pata, y es la de la legitimidad del heredero que, por más que la queramos vestir, adornar o disfrazar, no es otra que la sangre azul (llámese legitimidad histórica o rancio abolengo). Felipe VI no tiene otra. Y sus herederos/as tampoco la tendrán. El balance de su padre como Jefe de Estado es en mi opinión sobresaliente (dejo aparte las críticas a sus pecados personales que considero amarillismos de quién no tiene otros argumentos). Pero convendrás conmigo en que el de sus sucesores no tiene por que ser igual de brillante; más bien me pongo a rezar a San Antonio, San Judas Tadeo, Santiago Apóstol y a la Virgen del Pilar para que iluminen a este y a los que vengan; porque un mastuerzo/a nos puede salir en cualquier momento (y no voy a hacer sangre con los tópicos borbónicos)…y nos lo tendríamos que tragar!!!!!!! Además ninguno de los herederos va a contar ya con el respaldo de haber liderado la transición y haber aguantado el tipo el 23F.
El futuro en estas condiciones es muy incierto, ahí esta la historia, las monarquías han ido siempre degeneración en degeneración (no me he comido los espacios). Intuyo que cuanto más se tarde en estudiar otras opciones, con más crispación se deberá tomar la decisión.
Y ya para que me crucifiques definitivamente te digo más: el reto histórico de Felipe VI será consensuar cual de las fórmulas que comentas (o de alguna más que hay por ahí) es la óptima para designar al Jefe del Estado que le haya de suceder…
Besos y abrazos.
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