Un homenaje, una disculpa y un adiós

Adolfo Suárez toma posesión de su despacho de Presidente del Gobierno en 1976

Con los ríos de tinta de los últimos tres días es prácticamente imposible aportar nada nuevo al masivo homenaje que el país dedica al Presidente Adolfo Suárez ahora que lo hemos perdido del todo. Uno de los comentarios que más se repiten, sin duda, es el de que el reconocimiento de la sociedad española al piloto de la Transición ha llegado demasiado tarde.

Que Suárez fue un político puro ya nadie lo discute. Él ambicionó el poder y lo logró. No dudó jamás en su objetivo: se dice –quién sabe cuánto tiene eso de leyenda– que en la pedida de mano de su mujer le espetó a su futuro suegro que antes de los 50 años sería Presidente; el hombre creyó que su hija se iba a casar con un presuntuoso con delirios de grandeza. Años más tarde el propio Suárez le confesó a Victoria Prego que “desde niño sabía” que su futuro pasaba por gobernar España.

Tras pisar el despacho presidencial de La Moncloa –en realidad, entonces, de Castellana número 3– con 43 años después de haber sido gobernador civil, Director de RTVE y Ministro, se dirigió a los españoles desde un sofá. No es una broma ni una frase hecha. Lo hizo varias veces más (aunque prescindiendo del sofá) a lo largo de sus casi cinco años de Presidencia: interrumpía la programación de Televisión Española para contar a los ciudadanos que estaba preparando un proyecto de Ley que devolvía la soberanía al pueblo; para decirles que estaba en condiciones de cumplir lo que se disponía a prometer; para anunciarles que se iba porque su marcha “es más beneficiosa para España que mi permanencia en la Presidencia”. Me recuerda al mítico artículo 16 de la Constitución de la V República francesa, que entre los requisitos para que el Presidente asuma poderes extraordinarios incluye comparecer ante la Nación en mensaje televisado.

Eso ya no pasa. Hace muchos años que ningún Presidente de ningún Gobierno comparece para anunciar algo relevante. Tiene que ocurrir una tragedia, un hecho gravísimo, para que en el Palacio de la Moncloa se dispongan el atril y las banderas. Hace muchos años que no hay carisma en los discursos presidenciales. Yo vibro con discursos de Suárez, pero como no se abra el suelo bajo mis pies jamás vibraré con los de Rajoy. Hace muchos años de demasiadas cosas.

Es difícil saber si Suárez fue nuestro último Presidente, o es que sus sucesores nunca llegaron a serlo. Con ocasión de este luto se ha utilizado de forma casi unánime la fórmula “Presidente Suárez” como un tributo, prescindiendo del deslucido “ex”. Pero la realidad es que los Presidentes del Gobierno conservan el título de por vida (lo dice el Real Decreto 405/1992) como una señal de respeto a la dignidad del cargo que han ejercido. Por supuesto, ya nadie llama Presidente ni a González, ni a Aznar, ni a Zapatero. Tampoco lo merecen.

Por Peridis, en El País el 24/3/2011Suárez dejó para España una forma de hacer política que implicaba asumir riesgos, jugarse el todo por el todo en movimientos trascendentales, gobernar siempre en el centro del huracán sin dejarse arrastrar por él; todo ello en uno de los momentos políticamente más complejos, posiblemente, de la Historia continental. No siempre las circunstancias permiten a un gobernante tantas cotas de “dramatismo” en su gestión; pero la política está latente siempre, y la decisión de la última generación de gobernantes de dormir la escena política es eso: una decisión práctica que obedece a unos objetivos y unos intereses. Hoy la política nacional es una tortuosa maquinaria, lenta como pocas, incapaz en términos politológicos de recibir imputs y generar outputs: de recibir demandas y producir soluciones.

Es posible que la política de Suárez, Carrillo, Torcuato o Gutiérrez-Mellado haya muerto con ellos. Me pregunto qué pensará el Rey Juan Carlos, el último protagonista, que ahora, cuarenta años después, ve pasar jefes de Gobierno en despachos que imagino anodinos e intrascendentes.

Adolfo Suárez abandonó en algún momento de estos tres días el mundo de los vivos para descansar en el Olimpo. Si los españoles hemos mitificado a Suárez no es, o no sólo es porque no sepamos de sus sombras y sus errores; es porque su distancia con respecto a quienes le han sucedido es tan abismal, que por pura compasión con nosotros mismos debemos proclamar que fue uno entre mil millones. Que fue irrepetible, que nadie pudo hacerlo como él. Y lo que es más importante: que nadie ha sabido hacerlo desde entonces.

Lo que se ha vivido en España estos tres días jamás volverá a repetirse. Esta nación no ha llorado así a uno de sus gobernantes desde los reyes medievales a los que se adoraba en los altares. Las dimensiones de la cola que yo esperé ayer para rendir mi homenaje eran desproporcionadas, un frío lunes de marzo, día laborable y víspera de otro día laborable. Decenas de hombres y mujeres de toda edad y condición, anónimos, cuyo voto abarca todos los espectros ideológicos, decidieron parar su vida y enfilar la Carrera de San Jerónimo simplemente para pasar durante veinte segundos frente a un féretro custodiado por todos los honores del Estado.

En el Salón de los Pasos Perdidos del Congreso se respiraba Historia ayer a las doce y diez de la noche. Tras saludar al Presidente Posada frente al Thyssen y a la Vicepresidenta Villalobos en la mismísima puerta –ambos dando las gracias y la bienvenida, respectivamente, incansables, a las miles de personas que con paso lento iban desfilando– se entraba en una sala a rebosar de coronas de flores en la que el silencio pesaba como una losa. Un silencio que además de Historia rezumaba solemnidad, respeto, gratitud y concordia. Nunca antes había sentido un sobrecogimiento similar. Ante eso sólo puedes actuar con sencillez: una inclinación de cabeza a Suárez Illana, que demacrado la devuelve agradecido a todo el que tiene el aplomo de mirarle; y otra parado de frente ante el ataúd se su padre. Una inclinación que es un «gracias» gritado a pleno pulmón pero en silencio. Enfilar la puerta acongojado y esto es todo. Y estoy seguro de que ninguna de las 30.000 personas que hicieron lo mismo que yo ha creído que no mereció la pena. «Este hombre lo merecía todo», me dijo con un hilo de voz el hombre que me precedía en la cola cuando al salir le hice esa pregunta. Su mujer se secaba las lágrimas. Dudo que ninguno de los dos llegara a tiempo de poder votar alguna vez a Suárez.

No tengo palabras para una frase mostrada hoy ante el féretro en la Plaza de Cibeles: «Estáis a tiempo de que vayamos así a vuestros entierros». Resume tantísimas cosas que son inabarcables. Pero ayuda a comprender por qué este país ha hecho esto. Y quizá los destinatarios de la frase –y es tan fuerte que me atrevo a incluirme– no se den cuenta de lo que hay. De lo que estoy seguro es de que sí es demasiado tarde.

Nunca nadie que esté vivo hoy irá a velar a un Presidente como lo hemos hecho tantos con Suárez. La oportunidad de esta generación de políticos ha pasado ya, sin pena ni gloria, en una página de la Historia diminuta, arrugada y casi ilegible al lado del libro con tapas de piel que nos ha dejado Adolfo Suárez. El Presidente que trató de usted a los españoles, que les devolvió la soberanía y que en vida jamás recibió el reconocimiento que merecía. Sin su convicción hoy no seríamos una democracia. La opción más fácil era continuar el régimen unos años más, pero como él mismo dijo: «la vida siempre te da dos opciones: la cómoda y la difícil. Cuando dudes elige siempre la difícil, porque así siempre estarás seguro de que no ha sido la comodidad la que ha elegido por ti.» Suárez podía elegir y eligió durante toda su carrera. Podía haber hecho muchas cosas pero hizo otras. Podría haber rechazado el consenso y redactado una Constitución a su gusto como las ha habido ya en España. Podría haber prescindido del PCE con pleno respaldo internacional. Podría haber seguido aferrado a su cargo a la espera del golpe de Estado. Podría haberse tirado al suelo ante las balas de Tejero; podría incluso haberse quedado sentado en lugar de darle la orden –«cuádrese»– con una pistola en el pecho. Adolfo Suárez podría haber sido uno más, pero decidió con cargo a su familia, su salud y su vida, que España merecía otra cosa. Lo pagó con creces y ahora, cuando ya descansa, ha llegado el verdadero homenaje. No viene en condecoraciones otorgadas por quien fue su amigo ni por abrazos de los que le apuñalaron.

El único que él buscaba, por el que esperó en las elecciones de 1982, 1986 y 1989 que nunca llegó: quería nada menos que el agradecimiento sincero de todo un pueblo. Lo merecía, y ha llegado veinticinco años tarde.

Perdón y gracias, Presidente.

Homenaje

Un comentario en “Un homenaje, una disculpa y un adiós

  1. Has conseguido con tu escrito sentirme sobrecogida, como si yo hubiera estado en la cola, No he tenído la suerte de pasar ante el féretro del mejor PRESIDENTE de este pais.
    A tiempo está España de recuperar su legado. Gente como tú devolverán la esperanza a los ciudadanos españoles. y. de la misma forma que Suarez prometió que sería algún día, jefe del Gobierno, prometo yo que Jaime F-Paíno lo será también.
    España necesita : profesionalidad, honradez, y sentido de Estado.

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