Nunca olvidaré la angustia de aquel día negro, color del que se tiñe hoy este rincón de la red. Probablemente la culpa (entre muchas comillas) fuera mía. Al fin y al cabo, ¿qué hace un niño de casi once años más o menos enterado de lo que es el terrorismo, de lo que ocurre en el país, de la guerra de Iraq o de las elecciones en ciernes?
El caso es que yo me levanté aquella mañana de jueves como siempre, a las 8 menos algo, y me fui a vestir a la habitación de mi madre. Ella, aún en la cama, veía con atención las noticias en Televisión Española, donde rotulaban que había unos pocos muertos en la estación madrileña de Atocha tras estallar bombas en trenes. Aún no había imágenes y recuerdo con nitidez la proyección de un mapa de Madrid con la estación señalada. Por desgracia, nada que no hubiera pasado antes. Un atentado terrorista, uno más. Pero a las 8:30, cuando salí de casa en dirección al colegio, las cosas empezaban a ir peor.
Fue en la puerta del patio cuando recordé que la noche anterior, o hacía dos, mi padre me había comentado que ese jueves, con mi hermana Candela recién nacida el domingo, tenía un fastidioso juicio en Sevilla al que tendría que ir en AVE. El jueves once. A Sevilla. En tren. Yo qué sabía si Atocha era una estación de tren, si mi padre salía o entraba o pasaba por allí. Relacioné conceptos simples: papá-Madrid-bombas-trenes-papá.
Lo pasé francamente mal. Recuerdo que la directora (no negaré que tenía cierto enchufe) me vio la cara al subir las escaleras; ya no sé de qué hablamos entre medias, pero sí que me pasé buena parte de la mañana en su despacho pegados al teléfono hasta que, al fin, conseguí hablar con mi padre. El resto no me importó. Luego supe, supimos todos, de la magnitud de la masacre. Pusimos crespones negros y guardamos minutos de silencio mientras España convulsionaba de dolor y rabia.
Diez años después, la historia que contamos con caras sombrías de vez en cuando es que mi bendita hermana recién nacida decidió la mañana del 11-M que no iba a desayunar por las buenas. Los planes de mi padre de ir a Atocha en Cercanías con tiempo para desayunar allí y coger su AVE de las 8:30 se truncaron. Llegó a la estación a toda prisa, quince minutos después de que estallaran los trenes. Ni siquiera habían cortado aún los accesos. Había gente por los suelos, deambulando, humo. Pero él sólo quería coger el tren; tardó minutos en ser consciente de la situación, hasta que un policía rifle en mano le detuvo y le dijo que, obviamente, no iba a coger ningún AVE. Mi padre vio entonces cómo introducían a personas inmóviles en autobuses vaciados, cómo algunos atendían a heridos, vio el rifle y la cara del policía, y entendió lo que pasaba o al menos parte de lo que pasaba. Nos cuenta que ante la desolación, y por indicaciones de los que ya se habían hecho cargo de la situación, muchos de los viajeros diarios que habían salido ilesos se pusieron a caminar Paseo del Prado arriba sin rumbo fijo.
Diez años después no es posible entender por qué. Desde un punto de vista humano, nadie encontrará una explicación. Yo no puedo entender por qué unos fanáticos cuyas motivaciones prácticas es imposible comprender decidieron acabar con la vida de 191 personas entre las que por muy poco margen pudo estar mi padre. Al igual que no concibo el Holocausto, que no entiendo las deportaciones, que no comprendo que existan personas dispuestas a utilizar aviones repletos de pasajeros como misiles contra edificios también repletos. No me entra en la cabeza la fría y perfecta planificación del 11-S, como tampoco la de los trenes de Madrid culminada días más tarde con la explosión de Leganés.
Diez años después, mientras mi padre nos cuenta cómo llenaban autobuses de cadáveres, este país sigue enzarzado en disputas y rémoras. Gobierno y Oposición se equivocaron en marzo de 2004, ambos; y no lo han superado todavía. Fallaron a los ciudadanos utilizando una masacre terrorista para sus propios beneficios. PP y PSOE se tiraron la sangre a la cara y ninguno de los dos nos ha pedido perdón. El Gobierno de Aznar mintió a sabiendas, lo que lo transforma de un error a un acto imperdonable, al atribuir el atentado a ETA; y luego se dio cuenta de que no podía recular sin causar una catástrofe electoral. El PSOE de Zapatero decidió, también conscientemente, utilizar la masacre para volar políticamente al Ejecutivo y colocar a su candidato en la puerta de La Moncloa.
Diez años después, PP y PSOE siguen intercambiando declaraciones en las que se lanzan mensajes, los unos sin asumir que ETA no puso esas bombas en los trenes y los otros queriendo sacar rédito de nuevo con los errores de aquel Gobierno al que destituyeron las urnas. Ambos forcejeando por una “verdad judicial” que, por lo visto, no dejó satisfecho a nadie. Ni siquiera a su ponente.
Diez años después, las asociaciones de víctimas se unen por primera vez ante un acto conmemorativo en este país en el que ni siquiera la barbarie terrorista es capaz de unirnos en una sola voz. Ayer volví a ver un fragmento de la desgarradora comparecencia de Pilar Manjón, cuyo hijo de 20 años –los que tengo yo ahora– murió en El Pozo, que era entonces portavoz de las víctimas, ante la Comisión Parlamentaria del Congreso de los Diputados. A sus Señorías, después de días de rifirrafes y broncas, les espetó lo siguiente con la voz ahogada y rota de dolor: «En esta Comisión han discutido sobre quién habló de qué, cuándo se informó, han hablado de circunstancias, de manipulaciones, de manejos, de desinformaciones, de confidentes, de desconfianzas… Han hablado, Señorías, de ustedes; esencialmente, de ustedes. Nosotros, nuestros familiares, no han estado en esta casa; por eso queremos hacerles presentes hoy. También venimos a reprocharles, como Diputados pero sobre todo como representantes del pueblo, que no se nos olvide, sus actitudes de aclamación, jaleos y vítores durante el desarrollo de algunas de las comparecencias en esta Comisión, como si de un partido de fútbol se tratara. De lo que se estaba hablando Señorías, es de la muerte y las heridas de por vida padecidas por seres humanos. De pérdidas que nos han llenado de desolación y amargura, en el mayor grado posible. ¿De qué se reían, Señorías? ¿Qué jaleaban? ¿qué vitoreaban en esta Comisión?».
Diez años después del 11-M, nos olvidamos a menudo de las víctimas para entrevistar a ex Presidentes, ex ministros, ex jueces, ex policías y sacar como nuevas las viejas conclusiones. Nos olvidamos a menudo de que hay 191 familias con padres, hijos, hermanos, viudos o amigos que lloran cada once de marzo sin entender por qué. Nos olvidamos de que lo principal fue un ataque a nuestro país que nos afectó a todos los que vivimos esa mañana de infamia. Nos olvidamos de que no se trata de quién o cómo; se trata de que los terroristas consiguieron que los españoles estuviéramos distanciados por una cosa más. Se trata de que cada vez que alguien en España utiliza el 11-M, les da una victoria a los asesinos. Una victoria que es, al mismo tiempo, una derrota de todos.
Diez años después de esa primera explosión a las 7:37 de un once de marzo, deberíamos guardar silencio y pensar, en conciencia, qué hemos hecho mal.
Sublime
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Una abuela.
Hay esperanza. Se está preparando una generación, que recuperará para España el lugar, que nunca debió perder.
Este escrito es inconmensurable. Da la medida de la categoria del que lo escribe.
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