Era posible creer

El Lincoln presidencial avanza por Dallas el 22 de noviembre de 1963A medida que cumplo años voy acumulando fechas históricas. Me refiero a esos acontecimientos que luego se recuerdan pensando en qué hacíamos cuando cayeron las Torres Gemelas, dónde estábamos cuando mataron a Miguel Ángel Blanco o cómo seguimos la elección de Obama. Supongo que algo parecido le ocurre a cada generación. Son hitos que marcan la Historia, y produce una terrible sensación de vértigo presenciarlos y ser consciente de que trascenderán nuestra vida o nuestro siglo.

Por descontado, yo no estaba vivo el día que mataron al Presidente Kennedy. Pero cualquier lectura sobre la época, sobre los acontecimientos inmediatamente anteriores y posteriores, sobre el contexto en el que se produjo el magnicidio de Dallas, desvela que fue una de las noticias más brutales desde la caída de Berlín que golpeó no sólo a los Estados Unidos, sino a todo el planeta.

Cuando la sangre de su marido tiñó el vestido rosa de Jackie, el país sufría graves convulsiones. La situación política era complejísima, la tensión internacional había llegado a su punto álgido y los ataques racistas sacudían los retrógrados estados del Sur. Sin embargo, tras las elecciones de noviembre de 1960, el liderazgo del Presidente era fuerte. Su innegable carisma había levantado a la nación después de la fría presidencia de Ike Eisenhower.

Lee Harvey Oswald terminó a balazos con un liderazgo hasta entonces inédito. Antes de Kennedy, no había mítines masivos ni debates televisados para millones de espectadores. Antes de Kennedy había participación electoral, sí, pero no entusiasmo. Antes de Kennedy había confianza, pero poca esperanza.

Mientras atravesó el planeta proclamando unos ideales que posiblemente no creyera pero que defendió con fiereza, los americanos creyeron en su forma de hacer política. Porque con Kennedy fue posible creer.

Medio siglo después, el mundo se arrastra por el siglo XXI buscando desesperadamente un resquicio que le permita volver a creer en algo. Sacudidos por escándalos, corrupción, mediocridad e incompetencia, los dirigentes de esta era son y serán incapaces de levantar a esa “mayoría silenciosa” que cada día es más escéptica, que cada día reniega de la res publica, que condena por igual a unos y a otros en un saco en el que dentro de poco ya no cabrá nada más.

Tras Kennedy se sucedieron Presidentes poco menos que inocuos. Johnson juró su cargo en el Air Force One con la viuda de América aún en shock, pero renunció a pasar por las urnas una segunda vez tras el desastre de Vietnam. Nixon pasó a la Historia como el primero que salió de la Casa Blanca por su propio pie antes de terminar su mandato. Ford se ganó muy pocas páginas en los libros.

En un siglo en el que ya no hay banderas ensangrentadas por las que morir ni guerras patrióticas que librar, vemos desfilar por los cargos más altos a personas que no merecen nuestro respeto. Creemos firmemente que nosotros mismos lo haríamos mejor, no sin razones. No nos duele en prendas renegar de todo y de todos. Nunca en la historia del Estado democrático moderno se había producido una situación parecida.

Mientras esta generación frustrada se empeña en arruinar toda perspectiva de futuro con políticas inútiles, mensajes torpes y una manifiesta insensibilidad hacia los problemas, una nueva intenta abrirse paso pese a todas las adversidades. Pero el riesgo de formar a toda una generación que reniega de la vocación de servicio (así se denomina en Estados Unidos ocupar la Presidencia o cualquier cargo público) y procura alejarse de cualquier estructura institucional es demasiado alto. Y es exactamente eso lo que está sucediendo.

Con medio siglo desierto de liderazgos, el terreno está abonado para el éxito del primer mesías que ofrezca varitas mágicas, y los precedentes históricos no pueden ser peores. Debemos estar alerta, pero si las alarmas no han saltado ya, pese a todos los intentos, poca esperanza hay de que lo hagan cuando el peligro esté cerca. Mientras tanto, seguimos necesitando algo en lo que creer.

Gracias por seguir ahí.

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