La situación en la Universidad Complutense tiende a ser insostenible. El último capítulo de esta triste historia ha sido la agresión salvaje, extintor en mano, a cinco compañeros de la Facultad de Derecho por parte de unos “encapuchados” que, por si acaso el mensaje no quedaba claro, también desmantelaron un local ocupado por una de las asociaciones mayoritarias de estudiantes. En la Facultad, en horario de clase, a plena luz del día y con un extintor. Estoy hablando de la Universidad Complutense de Madrid un 20 de noviembre del año 2013, no de una barricada de París en mayo de 1968.
Me preguntó qué opinará el Ministro del Interior sobre tales acontecimientos, que se producen –me parece importante señalarlo– en vísperas de un proceso electoral en el que se elegirán los representantes estudiantiles en los Consejos de todos los Departamentos de la Universidad. Si Jorge Fernández opina que manifestarse en el perímetro de seguridad del Congreso de los Diputados merece una multa de miles de euros, ¿cuál debe ser el castigo a este acto cobarde y flagrantemente antidemócrata? ¿Cuál debe ser la reacción de la sociedad? ¿Cuál debe ser nuestra respuesta, la de los alumnos que contemplamos boquiabiertos escena tras escena, a cada cuál más escandalosa que la anterior?
Desde grupúsculos marginales, en ocasiones externos a la Universidad, se coacciona a los alumnos, a los profesores, a los Decanos e incluso al Rector. Grupúsculos marginales radicales que se dedican a agredir impune e indistintamente a profesores o estudiantes en los campus de Moncloa (ayer) o de Somosaguas (durante la vergonzosa huelga de limpieza de abril), a prender fuego a coches (en la huelga del último noviembre, creo recordar), a levantar barricadas con mobiliario urbano (el pasado 24 de octubre). En el refugio de las hemerotecas tenemos también la profanación de capillas o las pancartas haciendo apología del terrorismo, y en la memoria de los estudiantes como yo, piquetes reventadores de clases, insultos bochornosos y situaciones propias de un serial americano.
La coacción y el miedo son las herramientas de minorías que revientan por principio la vida universitaria, que violentan las relaciones entre los alumnos, que radicalizan el centro de conocimiento y tolerancia que debe ser la Universidad. Una Universidad que es pública, de todos, que todos pagamos cuando podemos, y en la que todos tenemos derecho a ser libres.
Como le dije hace meses al Rector Carrillo en una carta abierta que nunca tuvo a bien responder, «su deber y el de todo aquel que ocupe su cargo es garantizar que todo lo que le he ido describiendo no se produce jamás. Usted y los que le precedieron han fracasado en esto, sino también en todo lo demás, y más nos vale que sus sucesores no lo hagan. Cuando se permite que la Universidad se convierta en el monopolio de una idea y que el extremismo se admita como válido, se está demostrando que la institución pública falla. Cuando se acepta una realidad como la actual se tiende una alfombra de lujo a los pies de los que prefieren restringir la educación. Una buena parte de los alumnos no hemos estado a la altura en los últimos tiempos, pero tampoco una buena parte de los gestores lo han estado. Y la Universidad agoniza entre innovaciones inviables y absurdos burocráticos que valen unos millones que no tenemos.»
Si el Rector no toma medidas para acabar con esta lacra, la Complutense está condenada a fracasar como institución, antes o después, dilapidando siglos enteros de prestigio y el esfuerzo de extraordinarios docentes que luchan cada día contra adversidades propias de la Odisea para desempeñar fielmente la importantísima labor que la sociedad les ha encomendado.
Siempre se recuerda, a raíz de acontecimientos de este tipo, la desfasada norma que impide a la Policía entrar en el recinto universitario sin autorización del Rector. Arma de doble filo, pues para sus defensores implica la autonomía de la Universidad y para sus adversarios convierte al Rector en pleno responsable de lo que sucede en su jurisdicción. De modo que mientras el señor Carrillo se dedica a cartearse con Rubalcaba, departir con el juez Garzón o inaugurar monolitos, sus responsabilidades quedan vacantes, mientras se suceden las crisis en el Consejo de Gobierno con dimisiones en bloque y ceses masivos, reestructuraciones que no mejoran la situación y balones de oxígeno, como la reciente sentencia que concede cien millones a la UCM, insuficientes ante este panorama. Señor Rector, por favor, haga algo o deje que sea otro quien lo haga, pero no podemos seguir así. Su condena a los hechos de hoy, de cinco líneas, me ha ruborizado.
La mediocridad que gobierna sin excepción todas las instancias del país se ha instalado también en la Universidad, corrompiendo su espíritu y convirtiéndola en una estructura clientelista que no es ni la sombra de lo que fue. Ninguna institución se libra hoy por hoy de la sombra de la sospecha mientras una generación entera, la mía, reniega de la vocación de servicio público y se desvincula del futuro de todos. Los pocos que quedamos, que carecemos ya de cualquier ilusión, sólo podemos intentar hacer sonar las alarmas con la esperanza de que alguien pare esta sangría y nos devuelva la esperanza que hemos perdido.
Gracias por seguir ahí.
(Publicado en parte por el diario ABC, en su edición nacional, el 22 de noviembre de 2013)