La legitimidad es uno de los conceptos más importantes del estudio científico de la política. Nicolás de Maquiavelo la utilizó como unos de los sostenes del poder en El Príncipe, obra clave que cumple este año su quinto centenario. Otros autores, anteriores y posteriores, la estudiaron desde muy diferentes prismas: Aristóteles la atisbó en su discurso sobre el bien común; Jean Bodin no se alejó de ella para entender el origen de la autoridad y el fundamento del poder; Rousseau la vincula para siempre a la voluntad general expresada por la soberanía nacional. Pero el autor por excelencia en materia de legitimidad es el alemán Max Weber, que con Maquiavelo comparte casi unánimemente el título de padre de la Ciencia Política.
Todo esto viene a colación porque en la crisis política e institucional que vive Europa (he pensado en empezar a utilizar el término multicrisis para ahorrarme las coletillas económica, financiera, política, social, moral, institucional, medioambiental, humanitaria…) no hay mucha gente que busque el origen en las múltiples legitimidades que entran en juego.
No hace falta ir muy lejos en el estudio técnico de la legitimidad para entender que la Unión Europea la pierde a caudales. Como escribió hace un par de semanas Enric González, la política de la UE se limita ahora a una serie de elecciones en Baviera o el Palatinado que por la fuerza deben ganar los conservadores de Merkel. Cuando el 1 de enero de 2010 entró en vigor el Tratado de Lisboa, que reformó la estructura de la Unión, se puso de relevancia que, de los tres máximos cargos que nacían, sólo uno tendría un mínimo de legitimidad. El Presidente del Consejo Europeo, máxima autoridad de Europa sobre el papel, se elige por mayoría cualificada del Consejo, formado por los jefes de Estado y de Gobierno. La Alta Representante de la Unión se elige más o menos de la misma forma. Y el Presidente de la Comisión surge de un galimatías de propuestas y consultas que ni siquiera yo he entendido a la primera. Pero el problema es que todo esto, claro, se convierte en anecdótico cuando Europa ve cómo individualmente un gobernante se permite el lujo de decir en su sede nacional que “mejor que tal o cual país no abuse de la paciencia de la Unión”.
Al margen de Europa, la legitimidad en España la podríamos declarar vacante. En un recorrido por las instituciones del país, el resultado es deprimente. El Gobierno de la Nación acumula ahora mismo la mayor cota de poder que se ha visto en la España democrática. Que nadie se llame a engaño: nunca un Presidente del Gobierno, ni tan siquiera Felipe González con sus 202 Diputados, ha tenido tanto poder como el que acumula ahora Rajoy. No sólo gobierna España; tiene mayoría absoluta en el Congreso y casi de dos tercios en el Senado (algo inédito); manda en once Autonomías, más Ceuta y Melilla, y en nueve de ellas también lo hace con mayoría absoluta; tiene el 39% de todos los concejales de España controlando 35 de los 50 Ayuntamientos más poblados. Y sin embargo, en apenas un año y medio, ha dilapidado un descomunal capital político al romper con todo lo previsto y prometido. Su legitimidad legal es indudable, pero la democrática -ha faltado a todos sus compromisos- y la política -no tiene liderazgo ni credibilidad- están heridas de muerte. Cuando se posee poder pero no se arreglan los problemas, sólo hay dos alternativas: o el que lo acumula no sabe usarlo, o ese poder no es tal. En el caso que nos ocupa, la segunda opción queda descartada.
Hace unas semanas fallecía Margaret Thatcher. He podido comprobar que con la Dama de Hierro sólo hay dos alternativas: la adoración o el odio. Maggie gobernó once años en una Gran Bretaña sumida en una profunda crisis no sólo económica. La moral de su gente estaba por los suelos y el peso internacional era nulo en el apogeo de la Guerra Fría. El liderazgo de Europa había cruzado el Atlántico a bordo de los buques de la OTAN y el antiguo Imperio veía cómo el continente le ignoraba ante las preocupaciones de más allá del Telón de Acero. Con su último atisbo de grandeza muerto en enero de 1965, el país se sumía en depresión.
Pero los sacó adelante. Se jugó el todo por el todo e impuso a sus ciudadanos un duro sacrificio. «You turn if you want to. The Lady’s not for turning«; esa frase me pone los pelos de punta. En un mitin, tras sufrir un atentado y con la guerra de las Malvinas recién estallada, se subió a un estrado y dijo con todo su aplomo que das la vuelta si quieres, pero que esta Señora no está por darla. Se llamaba carisma.
Once años después la traición de su partido, abrumado por el liderazgo que había acuñado, la obligó a marcharse de Downing Street con el orgullo de quien se va antes de que le echen. Dejó un país que habría resurgido. Un país que hoy se plantea si le iría mejor sin el club de pobres en el que se está convirtiendo Europa. ¿Por qué nadie parece capaz de repetir la gesta?
Volvamos a nuestra legitimidad. El caso de las Cortes Generales es más o menos igual de sangrante: su inoperatividad y su escasa capacidad de reacción ante los desafíos que se están planteando a las instituciones políticas por parte de la sociedad las convierte en ineficaces. La legitimidad por la eficacia es otro tipo de legitimidad teórica. Cuando un órgano político es ineficaz e inútil tiende al descrédito; el problema está, claro, cuando ese órgano es el depositario de la soberanía nacional.
No aparece ni un atisbo de esperanza cuando se gira la vista hacia el Poder Judicial, cuyos órganos superiores están politizados (mejor dicho, ‘partidizados’; diferenciemos entre política y partidos) y por tanto contaminados. Pero no sólo eso: por desgracia, los jueces eficaces, que se matan a trabajar en un partido judicial modesto o en una sede saturada, quedan eclipsados por actuaciones mediáticas como el conflicto entre Ruz y Bermúdez que demuestran la decadencia de un país en el que la neutralidad judicial se rebaja hasta el grado de que dos magistrados se peleen por la pieza más jugosa: el partido del Gobierno.
Y si nos salimos del ámbito institucional, nada mejora. Los movimientos sociales más importantes de la última década pierden legitimidad y se desintegran entre divisiones que los alejan de sus metas naturales. El 15M, que abogó no sin razón por un revulsivo en el sistema de partidos, se convirtió de la noche a la mañana en cenizas; fue la ‘noche’ en la que se vinculó a Izquierda Unida, formación tan contaminada por la mediocridad como las dos mayoritarias. La plataforma Stop Desahucios, con su demagoga y populista portavoz a la cabeza, firmó su sentencia condenatoria al adherirse contra toda lógica a la manifestación “Derechos humanos. Solución. Paz. Presos vascos a Euskal Herria” convocada para apoyar a los “presos políticos” de ETA. Sirvió su cabeza en bandeja de plata a los detractores al ponerles delante el argumento más sabroso que se podría dar.
Y así podría seguir hasta el infinito. Nadie o casi nadie en España tiene ya legitimidad para nada.
No veo salida. Sinceramente, no la veo. Este país camina sin rumbo ni timonel hacia un descomunal agujero de convulsión social, paro galopante, déficit desbocado, mediocridad generalizada y, al final, caos.
¡Perded toda esperanza!, escribió Dante a las puertas del Infierno. Nos falta saber si esa inscripción estaba también al otro lado, mirando hacia los que ya estaban dentro.
Gracias por seguir ahí.
De nuevo tengo que agradecer a Ángel Villalobos su aportación al blog. Ha llegado a tiempo de rescatarme de un resbalón legítimo-teórico…
Y no es este CAOS el guión de ninguna película, es la fotografia y el relato (rigurosamente documentado) de la realidad cotidiana del pais en que vivimos. Me asusta, más que el problema económico, la crisis institucional. Y mucho más, la amargura, el sufrimiento, la decepción y la impotencia de tantos millones de españoles (entre ellos, yo) que confiamos en Rajoy….Resultó un caprichoso y un incompetente. Dictador, vestido de demócrata. Que alguien le diga que se olvide de los millones de votos que le regalamos inutilmente. La historia algún dia lo pondrá en el lugar que le corresponda.
Me gustaMe gusta
En algo discrepo: Rajoy no es un dictador. No sé muy bien qué es, pero no eso. Los dictadores no tienen complejo a la hora de tomar decisiones y dar órdenes, y todos sabemos que este Presidente no tiene ni determinación, ni coraje, ni decisión. Triste, pero cierto.
Me gustaMe gusta
Jaime, te quiero en Moncloa YA.
Me gustaMe gusta