Estoy en plena lectura del libro En la mitad de mi vida, de María San Gil. No lo fui a buscar –fue un regalo de cumpleaños–, pero lo empecé con ganas porque siempre me ha parecido una figura política de enorme interés. Ahora, a mitad de las 300 páginas de memoria política, veo que no sólo es una ‘figura de enorme interés’, sino que es una de las mejores figuras que han poblado el panorama político de los últimos años.
No obstante, lo tremendo de la obra de San Gil no es ni su calidad literaria –es evidente que está acostumbrada a escribir para hablar , y no para ser leída (como yo, y eso que en mi caso debería ser al revés)– sino lo que cuenta.
Cuando María San Gil empezó a trabajar como secretaria del Grupo Popular del Ayuntamiento de San Sebastián, en 1991, a las órdenes de Gregorio Ordóñez, ETA aún no había asesinado a ningún cargo público del PP. Por eso, el impacto de cruzarse por los pasillos del Consistorio con concejales de Herri Batasuna no era tan «tremendo» como lo fue después.
Gregorio Ordóñez, Presidente del Partido Popular de Guipúzcoa y candidato a la Alcaldía de San Sebastián, estaba el 23 de enero de 1995 en el bar La Cepa, a pocas semanas de una elecciones municipales en las que muy probablemente hubiera estado cerca de convertirse en el primero, y seguramente último, Alcalde de esa ciudad por el PP. Estaba comiendo con sus más cercanos compañeros de partido. Temía por su seguridad, pero evidentemente no llevaba escolta. No se sentaron en una mesa de frente a la puerta. No controlaron quién entraba y salía. Un hombre vestido de civil y a cara descubierta entró, se acercó a él, le descerrajó un tiro en la nuca y salió corriendo.
Ver cómo asesinan a tu jefe, a tu compañero de partido, a tu amigo, a un metro de ti mientras coméis en un restaurante, no es normal. Así, como hicieron con Ordóñez, lo han hecho con buena parte de las 858 personas a las que han quitado la vida.
España ha consentido, gracias a la connivencia de los Gobiernos nacionalistas del País Vasco y de los tejemanejes de Zapatero y Rubalcaba, que los representantes de ETA gobiernen 100 ayuntamientos. Después de matar a 858 personas durante cuatro décadas de miedo y persecución en el País Vasco, ETA y sus asesinos gestionan presupuestos, aprueban normativas municipales y gobiernan una Diputación General encargada de fijar impuestos.
A través de una perversa manipulación del lenguaje, como bien recoge San Gil, se ha engañado a la opinión pública. Ahora, negociar políticamente con terroristas se llama proceso de paz. Poner carteles pidiendo la liberación de asesinos y ensalzándolos es libertad de expresión. Al brazo político de ETA se le ha llamado izquierda abertzale. A la libertad se la ha llamado paz.
Cuando permitimos –porque todos lo hacemos, unos pocos por acción y los demás por omisión– que los herederos de Batasuna participen en política, estamos diciendo que esas 858 personas han muerto en vano. Estamos dando derecho a quienes disponen de vidas ajenas a dar ruedas de prensa. Estamos admitiendo que matar es, prácticamente, gratis si lo haces en nombre de un proyecto político.
Hace muchos años que este país ha demostrado su cobardía e hipocresía en lo que a terrorismo se refiere. Permitimos a ETA estar en los Ayuntamientos, pero mucha gente dice que las víctimas del terrorismo no deberían hacer declaraciones políticas. Y es que ¿acaso las víctimas escogieron serlo? Los terroristas matan porque quieren. Los etarras asesinan a sabiendas de lo que hacen. Nadie obligó a Txapote a ingresar en ETA. Nadie preguntó a Miguel Ángel Blanco si quería convertirse en una víctima de la banda.
El Presidente del Gobierno dice que hay que acabar con ETA «sin que haya vencedores ni vencidos». Eso es decir que quedan ‘empatados’ quienes matan y quienes mueren. Quienes destrozan familias y quienes sufren se silencio cómo su ayuntamiento está gobernado por los asesinos de un familiar o de un amigo. Hay que acabar con ETA con la misma dureza que ellos han demostrado al asesinar a 858 personas. Debe haber vencedores, y debe haber vencidos, es algo evidente y natural. Ellos, que asesinan, amenazan y extorsionan, deben ser derrotados; y nosotros, quienes defendemos la democracia y la libertad, debemos ser los vencedores. No puede haber paliativos ni concesiones. No los hubo con Gregorio Ordóñez, con Isaías Carrasco o con Jean-Serge Nérin, el último gendarme francés asesinado, no los habrá con quienes apretaron el gatillo.
En el País Vasco no habrá libertad mientras los responsables de esta dictadura terrorista no estén en prisión. La ‘paz’ no es un sustituto de la libertad; de hecho, la libertad es más importante que la paz. En una dictadura vives en paz, pero no tienes libertad. Así, no sirve que ETA no mate o diga que no lo hará. No sirve que finjan condenar el terrorismo. No todo vale. Pero nosotros hemos consentido que lo que ETA dice, valga.
Cuando veo descender la bandera de España de mástil central de la fachada del ya tristemente célebre Ayuntamiento de Lizartza, veo la rendición de un país que se ha plegado a los deseos de una banda de asesinos y ha ignorado a unas víctimas que sólo piden Libertad, Dignidad y Justicia.
Veo un país del que, por primera vez, me siento avergonzado.